24/04/2024

Tres históricos ajusticiamientos del Tri en canchas de Estados Unidos

Miercoles 27 de Mayo del 2020

Tres históricos ajusticiamientos del Tri en canchas de Estados Unidos

Rafa Ramos te presenta los tres mejores partidos de la selección mexicana en suelo estadounidense

Rafa Ramos te presenta los tres mejores partidos de la selección mexicana en suelo estadounidense

LOS ÁNGELES -- El pasto transpira pólvora sagrada. A esa pólvora dulzona, la emocional, la pasional. Esa, la que vanagloria, la que no envilece. Sangre de ambos, sudor de todos, lágrimas ajenas.

Esta, México contra Estados Unidos, es la guerra como apoteósica expresión suprema de la paz. El futbol se vuelve Freud. Genera catarsis de 90 minutos. En cancha y tribuna. Lo más penoso, doliente y extravagante del desenlace, son unas agruras. Todo pasa.

El odio, ahí, es un ejercicio sometido a violenta purificación durante 90 minutos. A veces no para todos: “Quiero verlos (a los jugadores mexicanos) de rodillas, humillados, en el piso”, Landon Donovan y su rostro contraído de rabia en Columbus, Ohio, en noviembre de 2001.

Los 22 de la cancha, y el pelotón impotente tras la garita de pintura blanca, desde el exilio de la banca, protagonizan el perfecto estado del guerrero. Leónidas los habría ungido a todos para meterse a las Termópilas.

“Lo juegas (el Clásico de la Concacaf) con tanta intensidad, con tanta pasión, te concentras tanto, que te olvidas del entorno, de la gente, apenas escuchas a tus compañeros. Ves a tu técnico manotear y nunca sabes de qué se trata”, explicaba Andrés Guardado antes de sumar en 2013, otro eslabón amargo de 2-0 en Columbus.

Y el gol escribe epitafios de unos y condecoraciones de otros. En esas batallas, el gol es la frontera que nunca encontró Dante en La Divina Comedia. El Infierno y el Cielo cohabitan en la estrecha sentencia, inquietante y despiadada, de un marcador.

¿Cuáles serían las más resonantes, dramáticas, trascendentes y memorables confrontaciones de la Selección Mexicana en canchas de Estados Unidos? Se eligieron tres. Entre ellas, alguna que unos no recuerdan y otras que se instalan en ese pináculo de lo inolvidable.

1.- LA GRAN VENGANZA...
La dimensión del botín, la monumentalidad de la victoria, y ese sabor mixto de gloria propia y amargura ajena del infalible y prodigioso de la revancha, colocan el 11 de noviembre de 2016 en la memorabilia perenne del Tri.

Juan Carlos Osorio llegaba vestido de frac a este juego en Columbus. Había saqueado ya la eliminatoria a Rusia 2018. Pero necesitaba un clavel en el ojal. Vencer a EE.UU. en Columbus se lo entregaría.

El Tri llegaba trémulo, como esclavo, a ese juego. 2-0, era la cicatriz fulgurante del rejón de fuego que EE.UU. le había estampado en la frente como título de propiedad desde 2001. Columbus era la necrópolis del futbol mexicano.

2-1, el resultado final. Goles de Miguel Layún y Rafa Márquez. El Tri embalsamaba y sepultaba la tiranía de 15 años en juegos eliminatorios mundialistas por parte de Estados Unidos.

Fue uno de los mejores partidos oficiales de México, ante una selección estadounidense a la que --ciertamente-- la incompetencia de Jürgen Klinsmann le había hecho ya todo el daño posible. México rayó la perfección y sólo cometió un error cuando Bobby Wood hizo el 1-1 al 40.

El estadio que había estado bufando: “¡2-0, 2-0, 2-0, 2-0!”, con el ballet intenso, sin reposo, de las banderas, terminó con la voz suave de los sepulcros, esos fantasmas apenas silenciosos, que sólo viven de lamentos.

El daño fue devastador para Estados Unidos. No levantaría cabeza. Quedaría fuera de la Copa del Mundo de Rusia. Una deuda en doliente matiz escarlata para la USSoccer.

2.- GOL DE TODOS LOS SANTOS...
Día soleado, pero tormenta en la cancha. La tribuna abarrotada de verde, y el festejo era blanco en la cancha. 2-0. Sí, ¡2-0!, al minuto 23. Ese ominoso estigma que Estados Unidos se empeñaba en poner de epitafio al Tri en sus canchas zopiloteaba ese 21 de junio de 2011.

2-0. Además, se vendrían lesiones de Rafa Márquez y Carlos Salcido (‘28 y ‘43). La desgracia adornaba ya febrilmente el ataúd del Tri en esa Final de la Copa Oro.

Pablo Barrera habría sido la figura de ese mediodía ante los 93,420 aficionados, porque acercó a México al ‘28. Andrés Guardado, a los 36’, con el 2-2, pondría bálsamos en las trémulas almas de la tribuna.

El segundo tiempo sería una Caja de Pandora, pero con la esperanza en el fondo, respetando su simbología cromática: el color verde. EEUU asediaba, exigía a Talavera, reventaba el poste y le sacaba música al larguero.

Pero lo mejor vendría con Guardado, Barrera y Giovani dos Santos, más allá de que Chicharito Hernández había perdonado tres, con testerazos al poste incluidos.

Barrera insiste en ponerle candilejas a su jornada. Hace el 3-2 a los ’50, para clavar el rejón en el morrillo estadounidense, y retorcerlo con rabia. El encuentro mantenía su algidez, pese a la inclemencia climática.

Llegaría el momento cumbre, de majestuosidad. Chicharito se encierra en el tiro de esquina. Al más puro estilo del reggaetón, a perreo puro con la cadera, protege el balón. Le acosan cuatro estadounidenses desesperados, y el saldo es un rebote inocentón, a tierra de nadie. A terrenos de Gerardo Torrado

Y Torrado se siente Valderrama. De billarista y de zurda al corazón del área. Giovani es el elegido, el predestinado. Necesitaba su gol. Su jornada había recolectado elogios, pero pastel, sin cereza, es una golosina y no un postre.

Y Dos Santos genera el que debe ser el mejor gol en la historia de la Copa Oro. Recibe el balón y salta sobre él Tim Howard. No forzó el disparo. Calma entre la histeria ajena. Howard lo acosa, lo persigue, de rodillas, a gatas, reptando. Un impotente saurio naranja.

Y Giovani elige la tarea más compleja: se mete a un callejón sin salida. Seis estadounidenses custodian al arquero y a la portería. Gio caracolea hacia atrás. No levanta la vista del balón. Pero su radar contemplaba la topografía del enemigo. Como en un juego de video leía y releía, sin verla, la coreografía de la impotencia estadounidense.

Y el cazador le dispara en la frente a la presa. Gio nunca vio el nicho donde colocaría la inmortalidad del gol. No necesitaba hacerlo. Casi juraría que telepáticamente la cita a ciegas se pactó ahí. Sí, justo ahí, en el reducido espacio entre la cabeza de un defensa estadounidense y el vértice de la fatalidad, a la derecha de la guarida de Howard. El balón se incrusta tras un viaje lento, en una parábola escoltada por el silencio del estupor paciente del aficionado, una órbita con todo el dulzor de la cicuta asesina. 4-2.

Howard golpea el pasto, sus compañeros se lamentan; la muerte debió saberles a gloria. Nunca una elegía había sido escrita en Concacaf con tanta belleza, ni con un orfeón tan estentóreo y convulsivo y convulsionado desde los casi 95 mil de la tribuna.

Howard era una vesícula biliar supurando. Más aún cuando la ceremonia de premiación se lleva a cabo en español. “Fue una jodida desgracia que fuera en español. Si hubiera ocurrido en la Ciudad de México, la ceremonia no habría sido en inglés. Concacaf debe estar muy avergonzada de hacer esto”, bufaba.

3.- LA COPA OLVIDADA...
Vivirlo, permite contarlo, parodiando a Gabo. Nació, creció, no se reprodujo y murió. Copa USA 1999. Prometía, por esa rivalidad ya gestada plenamente en cancha. Ganar o perder hasta en torneos microondas como ese, impactaba en México y Estados Unidos.

Guatemala y Bolivia fueron los otros dos invitados. Y EE.UU. y México, respectivamente, no sufrieron para viajar de la eliminatoria en el Memorial Coliseum de Los Ángeles a la Final en el Qualcomm de San Diego.

Nada qué despreciar en las formaciones del Clásico de la Concacaf. Mire: Conejo Pérez, Tiburón Sánchez, Pável Pardo, Salvador Carmona (Miguel Zepeda ‘46), Joaquín Beltrán, Raúl Rodrigo Lara, Alberto García Aspe, Chiquis Garcia (Ramón Ramírez ‘60), Cuauhtémoc Blanco, Paco Palencia, (Tilón Chavez ‘57’) y José Manuel Abundis (Ricardo Peláez ‘77).

EEUU ya irrumpía con rabia en la cancha: Tony Meola, Jeff Agoos, Robin Fraser, Eddie Pope (Ben Olsen ‘68’), David Regis, Eddie Lewis (Clint Mathis ‘83), Chris Armas, Jovan Kirovski, Frankie Hejduk, Cobi Jones y Brian McBride.

No estaban ni Landon Donovan ni Claudio Reyna, pero era base de la selección que eliminó a México en octavos de final en el Mundial 2002. Incluso sería el mismo cuadro al que el Tri vencería cinco meses después en la Semifinal de la Copa Confederaciones, y en la que se coronaría sobre el Brasil de Ronaldinho, Dida, Emerson, Zé Carlos y compañía, en el Estadio Azteca.

Cargado de intensidad, el árbitro canadiense René Parra dejó fluir el juego. Y se dieron de todo, con todo. Pero no hubo exageraciones ni teatralidades, y jugaron buen futbol con repercusiones emotivas en ambas áreas.

Autogol de Fraser y anotación de Abundis dieron el triunfo a México. Hedjuk había marcado el 1-1.

Y la escena final de la copa, fue obscena, reprobable, pero inflamó a los más de 50 mil aficionados mexicanos en el Qualcomm.

Salta a la cancha un espontáneo. Esmirriado, moreno, huesudo, veloz. Se escurría en la persecución de las grandes moles de seguridad, con sus enormes chamarras amarillas. Finalmente lo acorralan.

Un guardia afroamericano, gigantesco, que podía haber competido con Greene, Greenwood, Holmes y White para ser parte de aquella Cortina de Acero de los Steelers de Pittsburgh, lo atenaza y forcejea con él.

Las leyes físicas y la Ley de Gravedad no podrían explicarlo. El estupefacto vigilante menos. El escuálido y enclenque aficionado mexicano hizo gala del barrio que llevaba dentro. Al tipo, que triplicaba su peso, lo domina, lo coloca espaldas planas, se sienta en su vientre, y levanta el puño hacia el cielo.

El drama desigual, desemejante, que había sido seguido fervientemente por la tribuna, festejando la capacidad elusiva y evasiva de su paisano, estalla de pie y corea en un alarido la victoria insospechada del famélico, al ver su insignificante cuerpo sobre la montaña movediza con impermeable amarillo.

Y el trueno que acompaña al granizo ensordecedor, en un refulgente relámpago verde: “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co, Mé-xi-co!”.

Claro, después, el osado doble infractor sería sometido con la menor ternura posible, y sacado del estadio. Pero la imagen ahí queda. Esa vez fue una doble victoria tricolor inolvidable entre la ya olvidada Copa USA. ¿El guardia? Dicen haberlo visto días después en un crucero escolar.

Sí, los pastizales de los estadios estadounidenses pierden esa fragancia a clorofila cuando México llega de visita. Se alhajan de pólvora. Pero, no pasa nada, porque al final todo pasa. Las guerras, en las canchas de futbol, son reliquias sin más incienso que la dicha.

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