No deja de ser curioso que, en un año signado por el redescubrimiento del 3-4-3, haya sido un conservador 4-4-2 con volante en rombo el sistema que permitió al Real Madrid obtener su segunda Champions League consecutiva. Ese recato estratégico acompaña muy bien el talante calmo de Zidane, quien sin revoluciones, exabruptos ni ruido ha logrado cohesionar un equipo tan eficiente y efectivo que, por momentos, hizo parecer al Juventus de Allegri como un club de menor categoría. Y, aun así, nadie parece muy convencido de la visión del entrenador francés, por lo que no es ocioso resaltar algunas de sus virtudes.
Las principales han sido tres: acompañar la reconversión de Cristiano Ronaldo en centrodelantero; construir al equipo sobre Casemiro; y apostar, unos metros más adelante, por Isco como volante. Estas decisiones han sido discutidas y han tenido no pocos costos deportivos, pero a lo largo de la temporada han demostrado ser correctas. Benzema es un ‘9’ que sabe jugar de ‘10’ para ceder paso al portugués, lo que hace con buen gusto y pie; Bale, como James, ha tenido que ir al banco, lo que no es poca cosa si se toma en cuenta que ambos han costado 190 millones de euros al club español; a su vez, Morata, Asensio y Kovacevic han tenido que encontrar minutos a cuentagotas para demostrar sus progresos, que no son pocos. Es probable que no se acabe de valorar el conocimiento de Zidane y se le quiera reducir a un administrador de estrellas, como si ello fuera sencillo. Sin menoscabar su manejo de grupo, construido sobre su propia leyenda como crack, es fundamental señalar cuánto entiende la dinámica del fútbol. Sus juicios no han sido obvios ni “naturales”, pero él los ha disfrazado de sentido común, de inevitabilidad.
El otro hito sin el cual el triunfo del Real Madrid es inexplicable es Cristiano Ronaldo.
El portugués ha sido el mejor jugador de fútbol en el último año. La vitrina de trofeos no es un termómetro inequívoco, pero esta vez es tan abundante que resulta inapelable. Entre los muchos récords que posee hay uno especialmente llamativo: ha sido el goleador del torneo europeo en las últimas cinco temporadas, en todas las cuales anotó 10 goles o más. Mantener el nivel de excelencia en ese nivel es extraordinario, irrepetible, y no podemos mesurar cuán insólito es que los espectadores no hayamos habituado a esa normalidad. En su mejor temporada con el Real Madrid, Di Stéfano marcó 10 tantos; Van Basten, con el Milan, fue inmenso con la misma marca; Gerd Müller en la temporada 72-73 consiguió 11 y fue noticia; mientras que un delantero letal como Van Nistelrooy, en el Manchester United, logró en su mejor curso 12 goles. Ronaldo ha conseguido esos rendimientos en sus temporadas menos notables y, cuando ha estado encendido, ha elevado la valla a 16 y 17 tantos. Ni siquiera Messi ha podido alcanzar ese nivel de regularidad.
¿Hay vida después de La Duodécima? El Real Madrid ha forjado su mito a partir de la victoria y para ello cuenta con dos ganadores natos: uno, con 32 años, hace pensar que podría extender su carrera tres o cuatro años más sin problemas; el otro, con 44 abriles, ha tenido el mejor inicio de carrera que cualquier entrenador haya tenido jamás. La combinación es insoportable. Como se vio en Cardiff, hasta para el mejor equipo italiano que haya pisado una cancha en, por lo menos, una década.