MADRID.- Se anticipaban emociones fuertes en la jornada que enfrentaba al Valencia y el Barça , segundo y primero en la Liga española. Y con bastante ventaja sobre los perseguidores. Si había un equipo capaz de detener al líder, ése era el Valencia, un equipo no hace tanto tiempo pretendió romper la hegemonía del Real Madrid y Barcelona en España. Era un periodo de esplendor y derroche en la región valenciana, gobernada por el conservador Partido Popular, que pretendía hacer de Valencia un motor alternativo a Barcelona en el Mediterráneo.
Conviene hablar de aquella época para valorar el mérito actual del equipo. Aquel Valencia de primeros de siglo y de milenio ganó dos Ligas (2002 y 2004) y alcanzó dos veces la final de Champions League (2000 y 2001). Lo presidía Jaime Ortí, fallecido esta semana, un buen hombre en medio de la brutal guerra entre los principales accionistas del club. No por casualidad, todos eran constructores en una ciudad que se expandía vertiginosamente. Era aquella Valencia que organizaba la Copa del América de vela, disponía de una prueba en el calendario de Fórmula 1, recibía al Papa, edificaba recintos imponentes y soñaba con un estadio capaz de superar al Bernabéu y el Camp Nou.
Ese campo existe al norte de la ciudad, pero nadie juega allí. Es un esqueleto de cemento, hierro y óxido desde el 2009, fecha que significó el final del sueño futbolístico, económico y político en Valencia. La crisis económica fue de tal calibre que destapó un océano de corrupción, vinculada esencialmente al Partido Popular y extendida por todos los niveles administrativos de la ciudad, la provincia y la región. La magnitud de la crisis y el tamaño del latrocinio dejó a Valencia en los huesos. Y al equipo también.
Durante un par de años, el Valencia estuvo en la quiebra, a punto de desaparecer. Tenía una deuda de 400 millones de euros con Bankia, una entidad de crédito que se había destacado por sus tropelías financieras, hasta el punto de obtener el rescate a través de las arcas públicas. El presidente en aquellos días, Miguel Blesa, se suicidó hace escasos meses. Su sucesor Rodrigo Rato, ex vicepresidente del gobierno de José María Aznar, está acusado de falsedad en las cuentas de la entidad y fraude a los inversores.
El Valencia se salvó traspasando a sus mejores futbolistas (Villa, Jordi Alba, André Gomes, Matthieu y Alcácer al Barcelona, Silva y Otamendi al Manchester City, Mata al Chelsea y Soldado al Tottenham) y colocando el club en las manos del multimillonario chino Peter Lim, residente en Singapur. Durante el largo proceso de crisis, que arrancó hace 10 años, el Valencia bajó tantos escalones en la escala del fútbol que comenzó a coquetear con el descenso a Segunda División. Mientras tanto, la ciudad y la provincia iniciaban un proceso de regeneración política y económica, esta vez bajo un gobierno de izquierdas.
Ha pasado lo peor de la crisis y se atisba una recuperación simbolizada en el equipo de fútbol. Al Valencia lo dirige Marcelino Toral desde el verano. Marcelino, asturiano, ex jugador del Sporting de Gijón, tiene fama de entrenador meticuloso, fronterizo con lo obsesivo. Le caracteriza el 4-4-2 que propone desde que empezó su largo recorrido por el fútbol español: Sporting de Gijón, Recreativo de Huelva, Rácing de Santander, Zaragoza, Sevilla, Villarreal y Valencia.
Marcelino ha construido un Valencia a su medida: disciplinado, con más querencia defensiva que atacante, veloz en el contragolpe, ágil para detectar los errores de los rivales y atento para no cometerlos. Después de una gran limpieza -el último jugador desechado por Marcelino es el chileno Orellana, cedido al Éibar-, dispone de un equipo joven, rápido y sin egos descontrolados, excepto el del italiano Zaza, que más pronto que tarde será fuente de problemas. No le faltan buenos jugadores, como Carles Soler, Guedes -cedido por el París Saint Germain-, Rodrigo, Pareja, Kondogbia y los laterales Gayá y Lato.
Este equipo comenzó la Liga sin expectativas. Cualquier cosa que significara un progreso con respecto a las penosas temporadas anteriores, se interpretaría como un éxito. Sin embargo, la respuesta supera cualquier previsión. Es segundo en la Liga y durante un buen rato tuvo la victoria sobre el Barça en su mano, no sin polémica. Poco antes del descanso, el arquero Netto se tragó un remate de Messi, que el sábado firmó su nuevo contrato con el Barça. Termina en 2021, con una cláusula de rescisión estipulada en 700 millones de euros. El barcelonismo respiró por fin, antes de regresar a las miserias del fútbol
El remate de Messi se escurrió entre las piernas del portero y la pelota traspasó claramente -no menos de 25 centímetros- la raya de gol. Lo vio todo el mundo, excepto el árbitro, que ordenó continuar el juego en medio del motín de jugadores del Barça. En un país hipersensible en lo futbolístico y paranoide en lo político, el gol birlado al Barça ocupará un lugar de honor entre los momentos demenciales del fútbol español. El empate final, articulado con la impecable conexión Messi-Jordi Alba, no evitará el escándalo.
Se hablará de una competición corrompida, de persecución al Barça, de castigo al equipo en el turbulento periodo político catalán y regresará el memorial de agravios que los principales equipos españoles, sobre todo el Real Madrid y el Barcelona, acumulan desde que el fútbol es fútbol. Esencialmente, la jugada manifestó la incompetencia del árbitro y la ausencia del sistema de comprobación electrónico que figura en la inmensa mayoría de los países europeos. En España no existe, una carencia injustificada que ahora golpea el prestigio de la Liga a los ojos del mundo.