No, no fue su muerte lo que lo convirtió en inmortal. Hubiese sido injusto que así fuera. Que el azar o la fatalidad o alguna curva sinuosa nos hayan dejado temprano sin Ayrton Senna da Silva es una cosa. Que, en cambio, ese mismo infortunio y su prematuro deceso sean la razón de nuestra nostalgia otra muy diferente. No, no extrañamos a Senna porque ocupó la ‘pole position’ en los curiosos designios de la muerte, lo echamos de menos porque desde su partida el automovilismo descendió al sino de las disciplinas comunes; de los deportes tristes que han perdido la capacidad de asombrar a la gente.
Brasil ha tenido tres campeones mundiales de Fórmula 1, pero ni Emerson Fittipaldi, el pionero en la materia, ni Nelson Piquet, una calculadora al volante, despertaron nunca, ni en su mejor día, los ardores que provocaba ‘El Mágico’ a bordo de su monoplaza. Habitaba en él una pulsión vital que lo obligaba a desafiarse. Y esa era su ofrenda en cada competencia. Si, como era frecuente, le tocaba ir a la vanguardia en algún Gran Premio, sus rivales ya no tenían nombres propios y cuando Alain Prost o Nigel Mansell, sus antagonistas más encarnizados, eran ya dejados atrás, su indomable temperamento lo impulsaba a tentar los límites de la velocidad, jaqueando su supervivencia en cada vuelta.
Ante esa riesgosa vocación el ‘Profesor’ Prost, su Salieri más conspicuo, criticó en su momento: “Cree que no se puede matar, porque tiene fe en Dios, y eso es un peligro”. El martes que se cumplieron 24 años de esa lúgubre tarde en San Marino, el mismo Prost subió a las redes sociales una entrañable foto con su antiguo enemigo. Muchas lunas han pasado ya desde las arduas disputas de Japón, donde estuvieron a un tris de liarse a golpes. Consuelo tonto pero consuelo al fin, Alain sabe que él y Ayrton habían saldado sus cuitas cuando la impertinente calavera sorprendió al astro paulista en la misma pista en la que había brindado con champán tres años antes.
No se trata de todo lo que pudo ser sino de lo que fue. Melancólico y todavía incrédulo, el fanático del automovilismo abstrae selectivamente y lamenta que Senna muriese a los 34 años cuando todavía le quedaba un exitoso camino por delante. Olvida que sus días de gloria fueron intensos e incomparables. Deja de lado también que para Ayrton los riesgos eran la forma como había decidido plantar cara al destino. Esa imprudencia, comparable a la de Villeneuve (también fallecido en la pista) era una adrenalina a la que se hizo adicto desde que corría karts en Sao Paulo. Así las cosas, la muerte era una variable posible, una oscura sombra capaz de negarle a la categoría reina del automovilismo el calor que animaba las carreras.
El luto no cesa porque desde su desaparición ni siquiera Schumacher y sus múltiples títulos han podido estar a su altura. Es que Ayrton registraba rutas de veleros indescifrables. Por eso su adiós sigue pegando más que su luminosa herencia. No es justo. La vida de Senna lo justifica, no su muerte.