Era 1984 o quizás 1985 cuando en una de aquellas tardes aburridas de mi infancia, esas que oscilaban entre tres canales en la televisión nacional, vi el primer partido de tenis de mi vida. Perú jugaba la Copa Davis y el encargado de la transmisión era un español que no parecía estar narrando o inventando un partido electrizante en un estadio abarrotado como lo hacían los locutores de fútbol de la época (mi favorito era Elejalder Godos) sino estar en la nave central de un templo oficiando la consagración de la hostia. Se llamaba Felipe Carbonell y en su manera de acompañar el juego había algo que sonaba a liturgia, algo que se condecía muy bien con ese deporte pausado, silencioso y concentrado que yo veía perplejo ante el flamante televisor a colores de mi casa. No olvido el sonido repetido de la pelota sobre la arcilla antes de un saque crucial y la voz de Carbonell susurrándole al mejor tenista peruano del momento como si fuera la voz misma de su conciencia: “Vamos Jaime, vamos Jaime, vamos Jaime”.
Fue Carbonell quien me enseñó el tenis. Como el 7 era un canal del Estado, el locutor tenía que hacer didáctica, de modo que mientras narraba también explicaba el sistema de puntuación de ese extraño deporte, decía a qué lado de la cancha debería ir el saque y qué diferenciaba al primero del segundo; qué cosa era un game y qué un set o un break point. Apenas entendí el sistema no hubo marcha atrás. Y en esos lejanos años ochenta de mi niñez, tras el descalabro de España 82, el Perú o la suerte del Perú se jugaba para mí no solo en las manos de las voleibolistas sino en el desparpajo de Pablo Arraya, el saque letal de Carlos di Laura y sobre todo en la muñeca espléndida de Jaime Yzaga (sí: “vamos, Jaime”), el pequeño genio capaz de ganarle al mismo Pete Sampras en el US Open como de caer en tremendos pozos de desconcierto interno, lagunas tan hondas y tan peruanas que me enseñaron lo “mental” que era ese deporte, tan psíquico y solipsista como la literatura. Aun hoy, a veces, cuando he terminado un capítulo o cierro una escena que me gusta, me descubro apretando el puño como si hubiera ganado un set imaginario o le hubiera roto el servicio a un oponente.
MIRA: Así se vivió el gran partido de Juan Pablo Varillas, visto por un peruano desde el mismo Philippe-Chatrier | VIDEO
De modo que el niño que era yo, un niño de San Luis, empezó a golpear en su cuarto una raqueta, resignado a nunca ver y menos pisar una cancha real de tenis. El único club que conocía era el de Toby, que daban en la tele, y en el parque zonal de mi barrio (la actual Videna) solo había cuatro mesas de ping pong agujereadas y sin redes. Recuerdo que los únicos partidos que vi en vivo fueron unos bastante delirantes que entablaban unos chicos de un barrio cercano al mío que, tocados por la misma fiebre, habían puesto una red de vóley en medio de una pista de brea y habían pintado con tiza de ladrillo una cancha bastante irregular: los puntos eran interrumpidos por el paso de autos o de bicicletas, y los partidos a veces terminaban en interminables disputas acerca de si la pelota había pasado sobre la red o se había colado por unos de los agujeros grandes de la malla de vóley.
Pero entonces sucedió el milagro. La semilla que fijaría para siempre mi amor por ese deporte y la capacidad para valorar y disfrutar la elegancia y maestría de Federer, el arrojo y la furia de Nadal, la capacidad de aprendizaje de Djokovic y la irrupción rutilante de Alcaraz. Y todo porque un día un vecino de mi calle y amigo, Peter, nos mostró a Alex y a mí las dos raquetas de tenis que había encontrado en un rincón de su casa: una de grafito de la marca Wilson (la miramos como si fuera un objeto de otro mundo) y la otra de madera que sin duda era de los tiempos del mismo Alejandro Olmedo. No importaba. Si comprábamos pelotas, nos dijo Peter, y reuníamos el dinero suficiente podríamos alquilar una cancha de tenis en un local que quedaba en Jesús María y él conocía. ¿Hablaba en serio? Ni Alex ni yo lo creímos, pero luego empezamos a reunir el dinero (no quiero recordar qué métodos usamos) hasta llegar al monto que equivalía para nosotros a una entrada al mismo Roland Garros. Y si bien es cierto que no pudimos alquilar una cancha de polvo de ladrillo porque solo uno de nosotros tenía zapatillas de tenis para esa superficie, y también que las dos horas que jugamos en la cancha de asfalto que nos dieron la mayoría de los puntos que jugamos se definieron por dobles faltas en el saque (ninguno había llevado una sola clase), no exagero si digo que aquella vez viví uno de los días más felices de toda mi infancia, aunque nunca se haya repetido. Recuerdo muy bien que al menos dos veces, o acaso más, la pelota pasó la red y yo la conecté en el aire con mi raqueta sintiendo la tensión de las cuerdas en contacto con la pelota y la experiencia mística de verla salir a la cancha contraria en un drive o un revés que ahora se llamaría “tiro ganador”, una emoción que le he descrito a mi hijo como la de portar una espada de Jedi frente a una de los Sith aunque él no me haga mucho caso. Entonces pienso en otra manera de transmitirle esa emoción aunque a veces quisiera que Felipe Carbonell viniera en mi ayuda.
EL LIBRO
“Animales luminosos” (Penguin, 2021).
La segunda novela del autor de “Contarlo todo” se edita este año en varios países de Hispanoamérica luego de aparecer en el Perú. Narra el periplo nocturno de un estudiante latinoamericano en un campus universitario de los Estados Unidos donde conoce la amistad, el amor y enfrenta los recuerdos más dolorosos de su país.