En la televisión, los comerciales que había entre un round y otro parecían durar más de un minuto, más de una hora. Ya nada, ni los propios peleadores, valía tanto como la publicidad. Pero al parecer, eso, junto con otras tantas cosas, había cambiado en el boxeo desde que su hijo empezó a entrenar a los diez años.
Al menos Marco lo recordaba así, que antes todo era más limpio, más dedicado al deporte mismo. Eso era lo malo de volverse profesional y famoso: a la gente se le olvidaba la verdadera esencia del deporte, y a veces hasta se les olvidaba de dónde habían salido. “Siempre, siempre que te subas a un ring, hijo, recuerda que tienes que dar todo, no dejar nada para el siguiente encuentro. Que vean que te preparaste a consciencia, que no dejaste nada a la suerte.”
Marco siempre le recordaba a su hijo todas las cosas importantes antes que éste subiera a las peleas, aunque a veces el muchacho, cada vez más seguro de sí mismo, pareciera no ponerle tanta atención. Y ahí estaba Marco en la esquina del ring, siempre pendiente de los movimientos de su hijo. A veces, de cómo sufría, parecía que era él quien recibía los golpes. Y hubo ocasiones en que el entrenador de su hijo le echaba a Marco miradas de odio profundo, o acaso de compasión. “Métetele en la guardia, usa más movimientos de cabeza porque te estás comiendo su jab”, decía el entrenador.
Claro, Marco no podía decirle cosas tan técnicas o precisas, pero si algo sabía Marco “El Magno” era cómo usar un ring. Lucha y box no eran tan diferentes, al menos eso pensaba él. “Miguel, mírame a mí, escúchame: tu papá puede ser lo bueno que tú me digas, pero en lo suyo, en la lucha. Si quieres ganar esta pelea, que es de box, escúchame a mí: métetele en la guardia”.
Miguel había mirado a Marco como si fuera una despedida, para luego poner toda su atención en el entrenador. Aquella pelea, a diferencia de las otras donde se había enfocado más en “El Magno”, Miguel la ganó por nocaut en el tercero, con menos golpes recibidos que en las anteriores, y con mucha más confianza. A partir de ahí, Marco vio las peleas de su hijo desde el público, como todos los demás.
La pelea se había reanudado por fin. Era el cuarto round de un encuentro pactado a doce episodios. Miguel, su hijo, estaba disputando el cinturón mundial de su división. Todo aquello pasaba en la Arena Coliseo, justo donde “El Magno” había debutado.
“El destino tiene movimientos curiosos”, pensó Marco mientras se servía más tequila en un vaso donde el refresco de cola ya era un recuerdo. Veía cómo su hijo acorralaba al otro quien, por momentos, lograba salir del vendaval de golpes. Esa arena tenía mucha historia para ambos: ahí fue donde “El Magno” debutó, donde ganó su primer cabellera, donde se rompió la clavícula luchando contra un estadunidense de más de dos metros al que todos, menos él, le tenían miedo. Ahí fue también donde llevó a Miguel, cuando éste todavía era un niño, a que entrenara lucha con el gran “Tauro” Mares, maestro de maestros. Pero a Miguel, a pesar de tener aptitudes para la acrobacia y la lucha a ras de piso, nunca le gustó lo mismo que al padre: aprovechaba cada momento que tenía libre para irse con los de box, hasta que un día, sin pedir permiso a nadie, faltó a la clase de grecorromana para irse a tomar la clase completa de box. Por supuesto que “Tauro” Mares le avisó al Magno en cuanto éste regresó de unas luchas por el interior, pero nada pudieron hacer: el box había llamado al chamaco. Punto.
Fue por esos años —ésos donde Miguel ganó su cinturón juvenil—cuando Magda, la mujer de Marco, se fue de la casa. Marco llegó de una gira por el interior y, cuando abrió la puerta, vio que tenía menos muebles, y que la ropa de su mujer no estaba. Esa vez fue la única que se dio una vuelta por la Coliseo para recoger a Miguel. Marco había hablado todo el camino de regreso a casa. “Hijo, a veces, como en la lucha, te tiran tan fuerte que no dan ganas de levantarse, pero, y eso te lo deben haber dicho tus maestros de box, uno siempre tiene que levantarse. Los dos podemos, vas a ver que nos levantamos”. Miguel no dijo nada. Cuando llegaron a la casa, se robó una foto de su mamá de entre los documentos revueltos que ésta dejó en la mesa de la cocina. Marco no le dijo nada, sólo tiró a la basura un par de cosas más que ella había olvidado. Y desde entonces, y salvo algunos eventos a los que El Magno acompañó a su hijo, se distanciaron enormemente. Eso fue lo que más lastimó a Marco respecto al abandono de su mujer: sin darse cuenta, se había llevado a Miguel entre sus ropas y sus papeles. También se había llevado los motivos para no beber tan seguido, aunque eso nunca se lo dijo a nadie.
Marco comenzó a luchar más en el interior de la república; Miguel seguía en la capital con su entrenamiento y dos o tres peleas de mediana importancia. Marco le pagaba la manutención de su hijo al señor Mora, un luchador ya retirado que tenía una vecindad en el centro de la ciudad. En esa vecindad siempre había luchadores del interior de la república que iban a probar suerte en las empresas del centro. Algunos lograban contrato y quedarse, otros regresaban a sus pueblos luego de algunos meses y nadie jamás volvía a saber si luchaban o no.
Marco y su hijo se veían muy rara vez, y cuando estaba en la ciudad, “El Magno” siempre quiso llevar a su hijo a comer, pero él le alegaba que tenía que cuidar el peso, que en el box todo era más estricto. Y le miraba despectivamente el vientre al Magno, un poquito más caído cada que regresaba de una gira.
La pelea seguía siendo destazada descaradamente por comerciales y más comerciales. Marco siempre detestó eso de las empresas que televisaban los eventos deportivos: trataban a los deportistas como prostitutas, los usaban hasta que se lastimaban de por vida o la gente dejaba de seguirlos, luego los desechaban. Por eso siempre prefirió luchar como independiente, ahí uno se ganaba lo que merecía, en luchas buenas, duras, que siempre dejaban al público con un buen sabor de boca.
En la tele había un comercial de cerveza. Marco recordó cuando fue a la vecindad donde vivía su hijo con los demás muchachos. En ese tiempo no había ninguno que fuera luchador, sólo jóvenes boxeadores que venían del interior de la república. Fue la época donde las grandes empresas de lucha se quedaron con eventos pobres y vacíos, mientras los independientes daban espectáculos de primera por toda la república. En los independientes estaba lo mejor de lo mejor, y Marco, afortunadamente, estaba con ellos. “Qué milagro papá, no te esperaba por acá. ¿Quieres que le avise al señor Mora que viniste?”. En esa ocasión, Miguel apenas sí le habló, estaba entretenido con sus amigos. El cuarto donde estaban, que era el de Miguel, olía a alcohol como él mismo; Marco se quedó parado en la puerta, pero Miguel seguía hablando con sus amigos, ignorándolo a propósito. Marco se acercó a él y lo intentó golpear, pero el resto de los muchachos lo cubrieron. “¿Qué, sólo tú puedes ponerte borracho? Por lo menos por mi culpa no se va a ir nadie de la casa”. Marco se fue sin decirle nada más. En realidad, ésa fue la última vez que Miguel le dirigió algunas palabras que no fueran monosílabos, mera cortesía o la respuesta a un saludo. El round siete acababa de terminar. Miguel tenía un corte impresionante que su entrenador luchaba por cerrar.
“Tú crees que sólo los boxeadores corren riesgo ¿no? ¿Crees que la lucha es un juego? No sólo en el box se sufre: la gente ve desde abajo la lucha y cree que es un juego, que cualquiera lo puede hacer. Dicen ‘Si se ve fácil, hasta yo podría’ pero ahí se queda, nunca van a un ring a subirse. Quiero ver a alguno de ellos que se suba. ¿Que tú también crees que es cosa de payasos? Entonces ¿Cómo crees que te mantuve? Si de algún lado comiste fue de mis luchas, de mis payasadas. ¿Que tu entrenador dice que eres hijo de un payaso? Tráelo y que se suba conmigo al ring, a ver si le da risa”.
El round nueve estaba a la mitad de su vida, pero Marco no había visto nada, estaba hundido en sus recuerdos. Esa discusión fue cuando Miguel lo corrió de su pelea por el cinturón juvenil. Y de ahí, de ahí nada más. Cada quien siguió su camino en proporción directa y contraria al del otro. Miguel iba invicto y estaba disputando el cinturón, mientras que El Magno había sido suspendido por la comisión por subir a luchar totalmente ebrio y agredir a un aficionado. Sólo vio a Miguel dos días antes de la pelea que ahora entraba al round diez. Marco ahora daba clases de lucha, y rara, muy rara vez, luchaba; ya sus mejores años habían pasado. Miguel, por su parte, estaba en los mejores, como lo había planeado Marco, pero en otro deporte.
“Mira, hijo, uno de mis grandes sueños siempre fue verte en este mismo ring en el que yo debuté, verte usando mi máscara. Puedes usarla, aunque no seas luchador. Yo soy tu padre, y me dará orgullo que te subas a este ring, aunque no sea como luchador”. Miguel apenas si volteó a verlo, estaba haciendo cuerda y le dijo con la cabeza que dejara la máscara en su maleta; Marco la puso adentro junto a los guantes y se fue. Y ahora esto, su hijo en la televisión siendo usado por ésos a los que él siempre evitó. “Siempre creíste que no salía en la televisión porque era un inútil, pero no te enseñaron, o se te olvidó, que no siempre los mejores son los más famosos, y viceversa”. Marco pensaba en voz alta mientras los jueces preparaban las tarjetas. Se sirvió más ron y subió el volumen de la tele; todo a su alrededor se escuchaba como debajo del agua, a lo lejos.
El campeón se veía casi muerto, mientras que Miguel, el retador, sin contar la cortada, estaba entero. Miguel se llevó la decisión unánime. Mientras le colocaban el cinturón, alguien de su esquina se acercó con la máscara en la mano. Marco subió más el volumen. Comenzaron las preguntas de los entrevistadores, y Miguel, luego de contestarlas, dedicó la pelea a su madre. Su sécond le acercó la máscara; él, sólo con las vendas, la tomó entre sus manos. El reportero le preguntó acerca de la máscara; Miguel la levantó. Marco había soñado con algo así desde que lo vio nacer. Algo así, pero con la máscara en la cara, no en las manos. En la tele las palabras sonaron fuerte, como si toda la arena se hubiera callado, o a Marco eso le pareció.
“Se la voy a dar a mi rival, para que no vean cómo le dejé la cara”. Arrojó la máscara del Magno a la esquina contraria. Algunos rieron, otros dijeron que eso había sido demasiado petulante por parte del nuevo campeón, pero nada más. Mandaron a comerciales, unos que Marco “El Magno”, ya no vio porque apagó la tele y caminó tropezando hacia su cama. Era tarde para estar despierto; al otro día tenía que dar clases desde temprano. Necesitaba ver bien a los nuevos muchachos, ver quién tenía estilo similar al suyo: duro, a ras de lona, sin miedo. No quería que su nombre se perdiera así. Necesitaba ver de nuevo su máscara en el ring, por lo menos una vez más, la última aunque fuera. Y quería escuchar de nuevo que alguien gritara de emoción porque El Magno iba entrando por encima de la tercera.
Aldo Rosales es egresado de la licenciatura en enseñanza de Inglés en la UNAM, campus Acatlán. Autor de los libros de cuentos “Luego, tal vez, seguir andando” (editorial Río Arriba) y “Hotel de tres pisos/principio y fin” (Editorial Edipo) y “No habrá nombres ni fisonomías” (edición de autor). Ha colaborado en las revistas en línea “La pluma en la piedra” y “Contraescritura”.