La última vez que Marcelo Bielsa dirigió en La Bombonera, salió campeón. En julio de 1991, una lluvia casi torrencial se precipitó sobre las calles de Buenos Aires y en un estadio repleto de hinchas xeneizes que esperaban ver a su equipo coronarse luego de que en 1981, el tridente Maradona-Brindisi-Perotti les diera el último título nacional, Boca perdió por penales en la segunda final de un torneo cuya aparición más importante fue la de un joven entrenador rosarino que empezaba a forjar su fama de loco, disruptivo, revolucionario o como se le quiera llamar a alguien que no hace lo que hacen los demás. Treinta y dos años después, con una mitología enormísima sobre los hombros, un apellido del cuál deviene un adjetivo y hasta una ideología (bielsismo), y un desborde emocional mucho más controlado por el probable impacto de la madurez cronológica, el “Loco” ha hecho que su equipo le quite el invicto a la sensación actual y al puntero de la eliminatoria para el Mundial 2026.
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Al frente, la albiceleste jugó a lo que siempre juega pero con menos efectividad y un poco peor que en otros momentos. No fue un partido terrible. Para nada. Estuvo a mucho de eso. El equipo salió casi de memoria, como siempre, y la gente alentó casi por defecto, otra vez como siempre. Lionel Messi, tras ganar su octavo Balón de Oro a finales de octubre, seguía sosteniendo esa rutina de lo extraordinario que ya parece un lugar común, pero sólo hasta donde Uruguay, uno de los equipos con menor promedio de edad de la eliminatoria, lo permitía.
Y esa era la mano de Bielsa, la de un entrenador que ya no se empeña en hacer que Aimar marque a Cafú, sino que lo felicita por lo que ha hecho con su vida y, como un abuelo sabio, entiende que no debe cometer el mismo error con quien ahora está a su cargo. Por eso Nico De la Cruz, el volante de River Plate, no recibe la orden de perseguir y acechar a alguien, sino más bien la de flotar y tratar de hacer más famoso de lo que ya es a Darwin Núñez. “Un entrenador nunca debe reprimir la gambeta”, confiesa en una conferencia de prensa a la que se enfrenta con 68 años en la que también recuerda algo que le dijo Ariel Ortega luego del partido contra Suecia en 2002 cuando Argentina quedó eliminada del mundial en primera fase: “Tras el partido, muy tristes, charlando, asimilando esa derrota tan difícil, Ortega se remontó al jugador que lleva dentro, al niño que creció gambeteando en un potrero del Norte argentino, y me dijo: ‘¿Cómo puede ser que en un 90 minutos no encontré una gambeta para ganar el partido?’.
La noche del pasado jueves, Argentina manejaba el partido esperando que el gol asomase como si así lo hubiese ordenado un decreto, y aunque no se percibieran jugadores confiados, la naturaleza suele imponerse luego de haberlo ganado todo y tras recibir halagos larguísimos en cuanto país pisaran. Sin embargo, no había claridad, sólo intentos que permitían desplegar las mejores virtudes de sus intérpretes. Uruguay, agazapada y en sigilo, esperaba el momento del contraataque.
Antes del primer gol, Lionel Messi, el hombre al que (casi) todos quieren, el buen amigo, buen padre de familia y buen marido, el ejemplo de lo que es dedicación y amor por el juego, se veía ofuscado por las faltas constantes. Era una propuesta válida de Uruguay, pero no la única. Uruguay no se dedicó a frenar a Messi, sino a jugar con inteligencia y, cuando se juega contra Argentina, no dejar que Messi haga mucho es muy inteligente.
A veces con algunos excesos, a veces no tanto, pero para salir victorioso de un encuentro así, hay que jugar al límite. Eso implica presionar tanto a tu oponente en todos los niveles y hacer que incluso Messi te quiera propinar un codazo. Tras una jugada en la que supuestamente Nicolás González recibió un golpe en la cara, y luego de que Manuel Ugarte le dijera a Rodrigo De Paul que es un “chup… de Messi”, el capitán argentino intervinó y respondió como para ganarse una tarjeta que el árbitro colombiano Wilmar Roldán nunca sacó. El partido, por suerte, no tomó ese rumbo y todo quedó en ese momento con contacto físico moderado. Al minuto 40 Matías Viña hizo fallar a Nahuel Molina y le ganó la pelota en salida para, luego, cruzar un centro recogido por una embestida de Ronald Araújo que venció al “Dibu” Martínez.
Ese era el clásico del Río de la Plata: un encuentro entre dos campeones del mundo que se enfrentaban desde antes de que existiesen los mundiales y que protagonizaron la final del primero. Que hoy en día, aunque Argentina aventaje a Uruguay en la cantidad de títulos en el máximo torneo, el partido entre ambos se siente como el de dos fuerzas paritarias. Incluso sumando al factor Messi. Todos queremos a Messi y, seguramente, no hay mayor reconocimiento de éxito que el de tu colega confirmando que eres fenomenal en lo que haces y rindiéndose ante tu legado. La diferencia, y donde quizá residió gran parte del acierto uruguayo, está en que los jugadores de la “Celeste” se despojaron de su condición de fans para asumirse como rivales. Ellos son campeones, pero nosotros tenemos hambre.
En el segundo tiempo, ya con Argentina un poco disminuida y con un replanteo de Scaloni que incluyó a Marcos Acuña, Lautaro Martínez y al ‘Fideo’ Di María entre los cambios, Uruguay continuó creyendo en un plan que también les permitió ganarle a Brasil.
Tras una jugada y habilitación de Nico De la Cruz, poniendo en evidencia la teoría de que Bielsa ha aprendido y reafirmando que ser bielsista ya no es lo mismo que ser terco o sólo tener plan A, Darwin Núñez no paró de correr apoyado en su físico de luchador de MMA, hasta definir ante Emiliano Martínez y sentenciar el partido.
Bielsa volvió a enfrentar a Argentina y se le vio calmado, con la paz que seguramente te da el siempre confiar a pesar de que a veces las cosas no salgan del todo bien. Se fue triunfante, con la satisfacción de un hombre que tiene delante de él la chance de hacer historia (más), aunque tal vez no sea necesario. Messi, quien ya ha hecho historia, quiere seguir alargándola el martes cuando visite el Maracaná para enfrentar a Brasil.