El ciclismo, y el Tour como competición más elevada, no es una batalla táctica. Lo olvidamos cuando diseñamos sesudos planes de ataque animados por el frescor del aire acondicionado. Es cierto que hay un margen para la estrategia, pero es pequeño. Además, de nada servirá el mejor cerebro militar si no está acompañado de dos vigorosas piernas. Napoleón no hubiera ganado el Tour, ni McArthur. Tampoco lo podrá ganar, al menos en la presente edición, Alberto Contador. Sabe dónde colocar la artillería, dónde dirigir el fuego y sabe, en definitiva, dónde se gana la guerra; el problema es que no encuentra las piernas.
A todo ciclista hay que pedirle valentía, agresividad y un punto de locura. Desde aquí lo hacemos, incluso con cargante insistencia. Sin embargo, hay un momento en que ya no se puede reclamar nada más. Contador atacó ayer en el primer puerto de la jornada y se marchó en solitario seguido de Valverde. Es obvio que lo hizo sin reparar en sus fuerzas, inspirado únicamente por su orgullo de campeón herido y estimulado por el chaparrón repentino que empapó al pelotón. No fue muy lejos, pero casi es lo de menos. Esa imagen de bravura, e incluyo en la fotografía al campeón de España, provoca en los aficionados al ciclismo un subidón de entusiasmo que compensa un millón de tardes sin siesta. Y que nadie piense que son jugadas para la galería. Con esos ataques deliciosamente irracionales, Contador explora posibilidades remotas que son la esencia de este deporte.
Que Valverde haya sido capaz de igualar todas las apuestas de Contador, además de sostener apuestas propias, nos confirma, demasiado tarde ya, que el murciano tenía un Tour en las piernas. De otro modo, no podría escalar haciendo ganchillo, ni atendiendo a las necesidades de Nairo, ni marcando el paso de Alberto. A falta de la última etapa alpina, Valverde ha sido el enemigo más insistente de Froome y el más activo de sus perseguidores, hacia arriba y hacia abajo. Todo indica que lo que le pesaba antes no era el Tour, sino la responsabilidad. Lástima descubrirlo a los 35 años.
En el ascenso a la Croix de Fer, el Tour volvió a sortear un cupón de héroe. Lo compró Nibali. Froome sufrió una avería (mecánica o mental) a pocos kilómetros de la cima y el italiano atacó al grito de Gerónimo (o Garibaldi). Ningún otro favorito pudo seguir su rueda. Fue un ataque tan gratificante y temerario como los de Contador, porque hablamos de dos campeones muy similares, que comparten el sentido del orgullo y del espectáculo. Fue un ataque con fuerzas, recompensado con el triunfo y el cuarto puesto en la general (6:44). Algo encaja en el universo (sector Oeste) cuando la valentía tiene premio.
Ataque. Por detrás, Nairo esperó hasta los últimos kilómetros de La Toussuire para probar a Froome. Su demarraje fue el que llevamos esperando 19 días: durísimo, sostenido y colombiano. El líder no pudo seguirle pero resistió mejor de lo esperado; en meta cedió 30 segundos, más otros dos de bonificación. Pensarán que es poco. Sin embargo, es suficiente para que lleguemos hasta el penúltimo día colgados del Tour, esperanzados en el Alpe d’Huez y con un punto de nostalgia: esto termina mañana.