Si lo piensan bien, enfrentar a Bivol era un disparate. Adentrarse, por decisión propia, en aguas turbulentas para tratar de desarbolar a la versión real de “Iván Drago” no tenía ningún sentido. Se podía perder mucho. El kirguís no solo representaba un riesgo por envergadura, imbatibilidad y movimiento de piernas, sino porque su reputación no le hacía honor a sus habilidades. Era un campeón del mundo incógnito, pero muy eficiente. Derrotar a un monarca, sin prensa, le hubiese sumado poco lustre a la carrera del Canelo. Subestimarlo ha sido un error grave. Y muy doloroso.
Obsesionado con probar su valía Álvarez desafió sus propios límites. Las 175 libras son demasiada exigencia para un púgil que no es semipesado por naturaleza. Se advirtió desde el principio del combate. Para oscurecer todavía más el panorama, Canelo no acertó con la estrategia. Creyó más en el poder que en el volumen, y eso en una categoría que le es ajena se hizo evidente en el primer intercambio. Sus manos poderosas en contra de medianos o welters eran inocuas frente a Bivol. El ruso con un estilo minimalista, sin estridencias ni variedad de golpes lo superó con holgura.
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“No es lo que nos vendían” han escrito sus críticos más severos. Algunos inclusive lo han dejado, injustamente, fuera de la lista de los 10 mejores campeones mexicanos de la historia. Dispuesto a acallar voces Canelo perdió la brújula. La corona de los semicompletos posiblemente lo hubiese confirmado como el mejor libra por libra del planeta, pero el tránsito a ese peso equivalía a deshacerse de su factor diferencial: la pegada.
La aventura de Álvarez en semipesados nos recuerda a aquella fábula de Monterroso en que una ranita estaba empeñada en demostrar su valor. Para ello seguía haciendo esfuerzos cotidianos “hasta que dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo”.