"Se murió el Diego", me dijeron. Y me congelé. Se me erizó la piel y, sin querer, me puse a llorar. Enseguida me pregunté por qué estaba llorando. Y una vez más me choqué de frente con esas contradicciones que me habitan y me atraviesan, en un contexto de permanente construcción y deconstrucción. Tiempos en los que afinamos el ojo para detectar micro y macromachismos que enojan y hemos padecido, pero que también sostuvimos e incluso fomentamos sin notarlo durante muchos años.
Lo que me hacía llorar era todo ese amor ajeno que había absorbido desde que nací. Esa admiración loca y desencajada que tienen y tenían en mi casa por el fútbol. Lloré porque me acordé de los rituales sagrados de mirar un partido juntos en un Mundial, a cualquier hora, con la tele que teníamos (la que se podía), sentados y parados por cualquier lado para no taparnos la pantalla. Casi no lo vi jugar, pero cómo me iba a olvidar de su póster en la habitación que compartía con mi hermano, quien nunca había leído un libro, pero llevaba el de Diego al colegio y a la playa.
Me acordé de esa vez que en un pueblo perdido de Bélgica dije "Argentina" y me respondieron "Maradona", sin saber si eso quedaba en África o en alguna Isla en el Pacífico. Pensé en la mística de ese tobillo quebrado, de esos tiros libres pateados contra las leyes de la biomecánica. Pensé en la cara de Dalma, a quien no conozco, pero siento que creció conmigo. Pensé cuando Gianinna tuvo un hijo con el Kun Agüero. ¡Qué ADN querido, hay futuro!, pensé.
Claro que también pensé en los hijos que tardó en reconocer. Reflexioné sobre cómo, a pesar de ser un experto en las cuestiones del sentido de pertenencia, le costó entender que la identidad es un derecho. Me acordé de mis tíos que vivían en Italia y eran amados de antemano solo por su acento argentino. Recordé a mi abuelo y a mi abuela, que nos trajeron una toalla del Mundial de Italia 90. Yo, recién nacida, no es posible que me acuerde de eso... pero me acuerdo.
O será que algo de Maradona estaba en todas las fotos, en cada momento, en cada construcción de un recuerdo. Y es que al final Maradona era eso: un hilo conductor que atravesaba toda mi vida, desde el día en que nací. No sé si lo admiraba, seguro que mucho lo critiqué, pero también hoy puedo ver y entender que su gran espalda era un espejo inmenso de la sociedad y también de sus cambios. De los errores que hoy vemos y antes no, de la imperiosa necesidad de interpelarnos todo el tiempo.
Hoy la sociedad resignifica a "La Claudia" y no es casual. Hoy la sociedad señala la cosificación de la mujer y está muy bien. Hoy que lo vemos irse, ya no es divertido decir "que grande Diego, las hizo todas". Porque las hizo y se fue temprano, de una manera triste y desoladora. Y aunque todos sentíamos olor a despedida, descansamos en un largo historial de falsas alarmas. A nadie sorprendió, pero a todos nos sacudió. Podías quererlo o no, pero la tierra se paró y eso seguro que lo sentiste.
Leí a una excompañera de la facultad, militante feminista, decir que juzgar el amor por Diego era como juzgar lo que significa "la Iglesia" en los barrios populares. Y sí, claro. Eso me pasó. Al final él fue el ejemplo de lo que hay que hacer y de lo que es mejor no hacer nunca. Fue la esperanza de creer que salir adelante es posible y, también y sobre todo, la evidencia de que caer es muy fácil.
Yo no sé si lo quería o no, pero creo ahora que lo quiero. Y creo que lo quiero porque era la imperfección y la perfección en una medida tan desordenada como fascinante. No fue su intención, pero nos abrió paso para debatir y reflexionar. Como mujer, hoy celebro que su estruendosa existencia y su incomparable popularidad fueron un gran reflector para darle luz a temas que como sociedad necesitábamos cuestionar. Lo que no podemos cuestionar es que hizo feliz a mucha gente y que, después de Diego, nunca será lo mismo salir al mundo a decir "soy de Argentina".
EL LEGADO DE MARADONA
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