“Corazón Alianza Lima, corazón para ganar...”, se escuchaba en las tribunas cuando el equipo salió a calentar. Y allí ocurrió un hecho curioso: Paolo Guerrero, que fue la sorpresa por su rápida recuperación, se molestó con Jhamir D’Arrigo por una pelota que perdió durante el fondo. El goleador blanquiazul No quería perder ni en el calentamiento.
Pero vayamos al partido. La explosividad con la que empezó Alianza fue tan similar a la impaciencia de Néstor Gorosito. Es común verlo sereno, masticando chicle y hasta cierto punto relajado. Pero aquí fue diferente: reclamó desde el tiempo que perdían los paraguayos hasta las decisiones del árbitro principal. Era otro Pipo, uno que pedía calma a sus jugadores mientras estallaba contra Garcés por dividir un balón. Uno que prefería gritarle al asistente por demorar en el cambio de Gaibor por Lavandeira en lugar de celebrar con euforia el gol de Quevedo.
Gorosito era una montaña rusa de emociones internas. Intentaba ser cauteloso. A veces le salía y otras no. Aprovechó el gol de Quevedo para darle indicaciones a Zambrano.
Quería que su equipo tenga el balón. Se cumplió a medias, porque el trámite del partido era duro. En los reclamos, hacia solo un gesto: manos extendidas hacia abajo y el cuerpo inclinado hacia atrás, como si la última gota de su paciencia ya hubiese rebalsado el vaso.

En la cancha, Alianza libraba una batalla difícil. El juego era fuerte y el rigor físico demando un esfuerzo superior. Noriega pedía tranquilidad a la defensa para salir limpiamente, Barcos recriminaba a Quevedo por perder la pelota y Ceppelini intentaba bajarle la revoluciones a Kevin para que no se vaya expulsado. Pero en esa disputa llegó el empate de Nacional que molestó al equipo.
Encima, Lavandeira fue cambiado y ni siquiera pudo salir caminando del campo en el entretiempo. Tuvo que ser cargado y se teme lo peor. Pero así era el partido, fuerte desde lo físico y lo mental.
Ya con esa ventaja era otro partido. Si Nacional hizo tiempo al inicio, le faltó después todos esos minutos que perdió. Y cuando quiso ir hacia adelante, romper líneas y jugar, la imponente figura de Noriega apareció como una muralla para detener lo que avanzaba. Un samurái que corta jugadas. Un carnicero elegante que se hizo sentir con y sin balón.
Alianza dominó y la impaciencia de Gorosito desapareció. El técnico aprovechó los goles para volver a lo suyo: dar indicaciones y respirar. Ceppelini y Zambrano pasaron por su lado. Había que pararse con dos líneas de cuatro para defender mejor. Pero el Pipo sabía qué iba a pasar. Los minutos continuaron y el marcador no se movió. La hinchada despertó y el ambiente volvió a calentarse. La lluvia ya no mojaba. El triunfo y la clasificación estaban en el bolsillo.
Y llegó el pitazo final. Las cámaras apuntaron a Gorosito, a Quevedo y a Barcos. El Pipo no salió de personaje: calmado, una sonrisa a su comando técnico y unas cuantas palmas a sus jugadores. Kevin recibió la ovación y el Pirata firmó un par de camisetas.

Detrás de ellos Noriega y Zambrano se dieron un abrazo de fraternidad. Viscarra celebró con Garcés, y Enrique lo fue a buscar a Trauco. Paolo, cerca de ellos, agradeció a la tribuna sur. Así se gestó la victoria. Esa que tanto hizo falta al pueblo blanquiazul y que tardó 15 años en celebrarse en una Copa Libertadores nuevamente.
La garúa seguía pero así hiciera el mediodía más soleado del año, todos los blanquiazules -los que estaban en cancha y los que estaban en la tribuna- hubieran terminado este partido de la misma manera: empapados de sudor y alegría. Y el cántico de Matute, los aplausos, los abrazos, la emoción.