‘El 10 es el fútbol mismo’, fue el título de un artículo escrito en El Gráfico, hace unos años, por Osvaldo Ardiles. Al ‘periodismo’ de Google y celular, reacio a incursionar en la historia para alimentar su leve intelectualidad, habría que contarle que Ardiles fue el número 8 de la selección argentina campeona mundial de 1978 y astro del Tottenham Hotspur, París Saint Germain, Blackburn Rovers, entre otros equipos. Fue entrenador del propio Tottenham, de Chivas de Guadalajara mexicano, del Croatia de Zagreb, del Racing Club y el Huracán argentinos, así como a diversos cuadros japoneses.
Ardiles habla del 10 auténtico, del volante ofensivo o interior, como se llamaba cuando los delanteros eran cinco. No del que tiene la camiseta con ese número porque casi siempre la estrella quiere lucirlo, aunque su papel en el campo sea de media punta y no de armador. Este, el hombre que maneja los hilos del equipo, el que pone la pausa, el que cambia el sistema enunciado en el camerino porque el partido no es como lo concibió el entrenador, el que con su inteligencia rompe la defensa contraria con una maniobra imprevista o un pase filtrado que pone al delantero a tiro de gol, ha ido desapareciendo desde que los DT castradores castigaron la inspiración y sometieron a los jugadores al chaleco de fuerza de una fórmula geométrica y algebraica. Así contradicen la máxima de Dante Panzeri: el fútbol es la dinámica de lo impensado. El arquero Hugo Gatti rubricó este principio inatacable con otra frase: “Cuando suena el silbato, se acaban los técnicos”.
En nuestro país el último número 10 auténtico, poseedor de la virtud de los dueños del balón fue el argentino Damián Manzo, creativo en la Liga de Quito, campeón de la Libertadores y ganador de otras copas. En la eliminatoria para Sudáfrica 2010 Diego Maradona buscaba un volante ofensivo para su selección que debía jugar en Quito. Los diarios argentinos le sugirieron el nombre de Manzo. Estuvo cerca de llegar a vestir la albiceleste, pero luego se fue a México, un destino casi natural de los que se destacan en nuestro medio. En adelante, docenas de futbolistas han salido a nuestras canchas con el número 10, pero más han sido hombres de media punta, destacados a cuentagotas. Un domingo sí, otro no.
El enganche, manija, armador o como se lo quiera llamar es oro en polvo. Lo buscan en cualquier lugar del mundo; se paga millones de dólares por su fichaje. De haber alguno en el Ecuador ya se hubiera ido a Europa o, al menos a México, pero hace diez años al menos que no aparece ninguno. Las nuevas aventuras tácticas del fútbol modernista (no moderno) lo han ido segregando del medio campo. Se buscan destructores, interruptores de juego y no recuperadores de balón, carrileros que asesinaron a los punteros, cazatorpederos y leñadores.
A veces el cerebro del equipo, el más completo, no luce el 10. En el Everest de los años 50, el que más guerra le dio a Río Guayas, quien cumplía esa función era Gerardo Layedra, un talento inmenso que llegó a la selección nacional al Sudamericano de 1953 en Lima y a quien Alberto Spencer reconoció en una entrevista que fue el que mejores balones le puso para convertirlo en un astro planetario. En el Valdez bicampeón en 1953 y 1954 jugaba con el 10 el aguerrido y goleador Carlos Titán Altamirano, pero el conductor fue ese gran interior peruano que usaba el 8: Jorge Otoya.
El inmenso y eterno Pelé usaba el 10 en Santos y la selección de Brasil. Llegaba desde tres cuartos de cancha y maravilló al mundo con sus genialidades y sus goles. En el campeonísimo Santos el dueño de los hilos del juego era Mengalvio y en las formaciones campeonas del mundo en 1958 y 1962 era Didí. En la histórica formación de México 1970 el mago del ingenio era Gerson. Alberto Spencer usaba el número 10 de Peñarol, pero la manija estaba en la mente y los botines de Pedro Virgilio Rocha.
Las lecturas de El Gráfico y las lecciones que me daba mi padre cada vez que íbamos al Capwell viejo, más las charlas muy tempranas en mi barrio con Layedra, Enrique Cantos y Júpiter Miranda, fueron forjando ese signo estético que hoy defiendo con alma y corazón: el fútbol bien jugado. Mi primer amor futbolero fue el Barcelona de la idolatría. Era muy niño cuando lo vi por primera vez y mis ojos se llenaron de fútbol con la bicicleta del Pájaro Cantos, las cabriolas artísticas de Guido Andrade, los goles de Sigifredo Chuchuca y las maniobras geniales del mejor número 10 de aquellos años y para muchos de toda la historia: José Pelusa Vargas.
Después de Vargas apareció en 1959 en el Capwell, antes de cumplir 16 años, Jorge Bolaños Carrasco, llamado más tarde Pibe de Oro. Deslumbró desde que tocó la primera pelota. Fue el nacimiento de un ídolo sin comparación posible. Era un futbolista completo: puro ingenio, habilidad, entrega, creatividad, liderazgo. Nadie le podía sacar el esférico de los botines; con la vista en alto buscaba el agujero por donde filtrar el proyectil que salía de su fusil zurdo y terminaba en las redes gracias a la efectividad de Carlos Raffo, Enrique Raymondi, o Bolívar Merizalde, o Roberto Pibe Ortega. Fue el líder del Ballet Azul y de Los Cinco Reyes Magos.
Un día un técnico dijo que el juego de Bolaños no le gustaba. No quería filet mignon sino sánduche de mortadela. El Pibe, mi contemporáneo vicentino y viejo amigo, me contó que ese entrenador se molestaba cuando lo entrevistaban y que llegó a prohibir a los periodistas el contacto. Hasta que Bolaños se hartó y dejó Emelec. Galo Roggiero armó una maniobra inteligente. Lo hizo pasar al América de Quito y de allí a Barcelona, donde dejó una huella muy profunda junto a Vicente Lecaro, Luciano Macías, Édison Saldivia, Jorge Phoyú, Pepe Paes, Spencer y otros grandes.
Los que niegan a Bolaños como el mejor número 10 de nuestra historia no lo vieron jugar nunca. No habían nacido cuando el Pibe daba clases magistrales en el Modelo con cualquier divisa. Algún contradictor todavía mojaba los pañales en los tiempos de grandeza del maestro porteño. Anteponen la figura de Bolaños a la del argentino Damián Díaz, que nunca fue tomado en cuenta en su país, en el que es un desconocido; que no juega de 10 sino de media punta y que ha pasado inadvertido para los equipos extranjeros, a excepción de un ignoto club árabe. Si Díaz fuera lo que los herejes dicen que es, no habría permanecido en Barcelona más de una temporada. Transfermarket lo ha tasado este año en apenas 887 000 dólares, muy poco dinero para ser “el mejor número 10 de la historia de Barcelona”.
Jorge Bolaños
Jorge Bolaños, el enganche perfecto, encarna esto que dijo Ardiles: “Uno puede aprender las claves para marcar punta, o para ser un buen volante defensivo. Pero para ser el 10 hay que tener mucho talento. Es el patrimonio que el Dios Fútbol le regaló solo a los elegidos por la Diosa Naturaleza”. Me satisface haber visto a Bolaños en toda su carrera y aun antes de debutar como profesional cuando nos maravillaba en los patios del colegio Vicente Rocafuerte con Juanito Moscol, Félix Pelusa Guerrero, Walter Arellano, Cabecita Castro, Efrén Cobos, Tomás Jordán, Salomón Ramos, Windsor León, Teodoro Ruiz, Pancho Barreiro y otras estrellas de la selección vicentina.
Hace muchos años que no veo en Ecuador un crack de la dimensión de Jorge. El fútbol de hoy, en nuestro país, me aburre y me da migraña ver tanta mediocridad superpagada. Por eso soy, en este presente, un tradicionalista, más preocupado en recuperar viejos valores que en inventar nuevos. (O)
Anteponen la figura de Jorge Bolaños a la del argentino Damián Díaz, que nunca fue tomado en cuenta en su país, en el que es un desconocido; que no juega de 10 sino de media punta.