Si no es récord, estará cerca: Gremio jugó ayer la final del Mundial de Clubes ante el Real Madrid y no remató al arco en los 94 minutos de partido. Al menos no un remate que haya parado el arquero Keylor Navas. Triste. Cauteloso al extremo hasta cuando se jugaba tiempo de descuento, en el que ni siquiera ensayó un centro al área intentando un cabezazo que le diera el empate. ¿Cómo le explica un equipo a los hinchas que gastaron miles de dólares para acompañarlo hasta Emiratos Árabes que no remató ni una sola vez…? “Real Madrid frustra el sueño de Gremio”, tituló Folha de Sao Paulo. Pero no se puede soñar con ser campeón sin intentar aunque fuera un ataque a fondo.
El Real Madrid, sin brillar en ningún aspecto futbolístico, sólo con orden, lo venció 1-0 y se adueñó de una edición más del Mundialito, que está perdiendo sentido si se juega con un temor tan reverencial hacia los europeos. No abrigamos la menor duda: el 29 de octubre pasado, el Girona, debutante absoluto en la Liga Española, le dio cien veces más trabajo que Gremio, le jugó con dientes apretados, presionando, anticipándolo en todo el campo, atacándolo a fondo. Y además le ganó. El titular de la Copa Libertadores no hizo honor a tal rótulo, fue vergonzantemente timorato.
El casi aficionado Al Jazira de Abu Dabi tuvo mayor osadía que el campeón sudamericano. Le iba ganando 1-0 al Madrid y le anularon el 2-0 por el apresuramiento de un atacante que se situó 15 centímetros adelantado para empujar el balón. Si esperaba medio segundo más detrás de la línea de la pelota, hubiese sido gol válido y habría puesto en graves aprietos al cuadro de Zidane. Gremio estuvo lejos de eso. Pareció haber entrado con la exclusiva misión de perder por lo mínimo.
La memoria nos acerca el recuerdo de la Intercontinental de 1992, cuando el Sao Paulo de Telé Santana debió medirse con el Barcelona de Cruyff, un escuadrón. Era un Barsa con Ronald Koeman, Guardiola, Michael Laudrup, Stoichkov… Sao Paulo salió a arrasarlo y lo venció 2-1 con dos tantos de Raí. Pasaron 25 años, parecen cien.
Es verdad que a Gremio le faltó una de sus grandes figuras, Arthur, lesionado seriamente ante Lanús. No obstante, con esta actitud tampoco él hubiera cambiado las cosas. “Perdimos por un detalle”, dijo Renato Gaúcho, otrora puntero bravo, atrevido, encarador, devenido en entrenador prudente. Gremio no defendió las banderas del fútbol sudamericano ni brasileño, históricamente audaz, ofensivo y espectacular.
El gol del Madrid fue un facsímil del que Gremio le marcó a Barcelona de tiro libre en la semifinal de libertadores, en el que no solo faltaron hombres en el vallado, sino que se desarmaron. Cristiano Ronaldo sacó un tirito suave, hubo arrugue de barrera, la pelota pasó justo donde debía estar el jugador que saltó de costado y sorprendió a ese grandísimo arquero que es Marcelo Grohe. Se molestó mucho Grohe por el comportamiento de la barrera. Siempre nos preguntamos: ¿para qué se pone allí un futbolista si va a saltar y esquivar el balón? Se supone que está para hacer obstáculo con su cuerpo. Triunfo burocrático del Real Madrid ante un rival indecoroso.
La antípoda de este oficinesco Mundial de Clubes fue la final de la Copa Sudamericana entre Flamengo e Independiente. En Avellaneda y en Río. A cual más vibrante y espectacular. El epílogo más rutilante en los dieciséis años de historia de la competencia, por el nombre y la calidad de los contendientes: Independiente y Flamengo prestigiaron la copa, la hicieron crecer, pusieron su enfrentamiento por encima del de Gremio y Lanús en Libertadores. También contribuyó el escenario: era la primera decisión en el célebre y remozado Maracaná. Y sobre todo por los méritos del campeón: el Rojo fue un ganador brillante. El único que pudo quebrarle el invicto a Flamengo, que invirtió un dineral en reforzar su plantel y contratar a Reinaldo Rueda para, por fin, llenar un poco su flaca vitrina de títulos internacionales.
Y por juego. Una frase de esas que se venden por contenedores en el fútbol dice “Las finales no se juegan, se ganan”. Suena redonda. Independiente la desmintió: la ganó jugando. Aplicó su fórmula centenaria: fútbol y coraje. Y tuvo ese aliado invisible que lo acompaña desde siempre: la mística. No hay marca para ese jugador, que empuja y se corporiza en los otros once. Ahí, en ese mismo césped, Independiente venció al Santos 3 a 2 en la Libertadores de 1964; en el último minuto y después de estar perdiendo 2 a 0. Ahí en Maracaná le ganó la Supercopa al Flamengo de Romario en 1995. En la mística de los antecedentes se apoya para darse fuerza. La mística es esa voz que les susurra al oído a los once. Al inicio les dice “se puede”, sobre el final “no aflojen”.
A ella apeló Ariel Holan cuando asumió en Independiente a mediados de enero. Tomó un plantel derrumbado anímicamente, desvalorizado y sin posibilidad de reforzarlo por la economía del club, aún saliendo de la bancarrota. Holan, entrenador de hockey pero fanático de Independiente desde niño, mamó desde la tribuna el valor de la mística roja. Y además le imprimió sus métodos basados en el fútbol histórico de Independiente: posesión de balón, jugar al pie y al ataque. A eso le agregó velocidad, generación de espacios, dinámica. Todo con sentido colectivo. A falta de estrellas, hizo figura al equipo. “El mérito de Holan fue creer que este plantel podía interpretar su idea, y el del plantel, subirse y crecer”, dice Adrián Maladesky, colega de Clarín enviado a la final. Potenció a un grupo de muchachos que sólo era objeto de burlas.
Es el renacer de un gigante. Y tuvo que coronar frente a otro coloso. Flamengo tiene una nómina calificadísima, llena de jugadores de buen pie. No se le dio porque se topó contra un equipo que a sus argumentos futbolísticos le sumó fuego, actitud, personalidad. En las dos finales se adelantó Flamengo en el marcador, en las dos sacó pecho Independiente, primero para ganar 2-1 en Avellaneda, luego para igualar 1-1 en Maracaná. Que pudo ser 2-1 también. “Las mejores oportunidades del segundo tiempo fueron de Independiente. Tuvo tres posibilidades claras de marcar el segundo gol. Flamengo no tuvo ninguna tan clara”, analizó Maurício Noriega, comentarista brasileño de SporTV.
Pese a todo, nadie en Brasil responsabilizó a Reinaldo Rueda por lo que consideran una enorme frustración. Al contrario, el caleño llegó a Flamengo a mediados de agosto y en poco tiempo potenció al equipo y lo instaló en la final. Culparon a los jugadores. Y admitieron los méritos del adversario.
“Aunque nos lleven la contra, todos los cuadros demás / será siempre Independiente / el orgullo nacional…” Apenas cuatro o cinco minutos después de terminada la finalísima en Río la panorámica de la TV mostraba una imagen elocuente: 4.300 hinchas de Independiente casi sangrando sus gargantas, todos sudados, descompuestos, seguían gritando su emoción en un codo del Maracaná, poniendo a prueba sus corazones. El resto del estadio estaba vacío; los 62.000 de Flamengo ya marchaban camino a casa. En realidad no se fueron, huyeron. Nunca un estadio se descongestionó tan rápido. Aquellos cantaban algo más que una victoria, expresaban su orgullo. Estos, su decepción.