Hace unas horas charlábamos con los amigos que integran las ‘galladas’ que se instalan en el bulevar 9 de Octubre sobre los viejos clásicos del Astillero que se jugaban en los estadios Capwell y Modelo Guayaquil. Todos coincidían en que se vivía una bella fiesta en la que participaban grandes jugadores que pasaron a la historia por su calidad y su integridad moral evidenciada en su compromiso para con su divisa.
Los directores técnicos eran respetables maestros que entendían el fútbol como una fiesta popular en la que los aficionados pagaban la entrada para disfrutar de un espectáculo edificante. Basta nombrar a dos de ellos para resucitar la emoción del partido más importante de nuestro balompié: Fernando Paternoster y Francisco de Souza Ferreira (Gradym).
Barcelona pasó de ser un club de escasa trascendencia a convertirse en el ídolo de la afición porteña. Luego traspuso los límites de la ciudad y hoy es el equipo predilecto de quienes viven más allá de nuestras fronteras. ¿Qué factores produjeron este cambio transformado en un fenómeno social y deportivo? La presencia de Emelec es fundamental para el análisis. Se trata de una relación simbiótica en la que un equipo no puede coexistir sin el otro. Ambos compiten, rivalizan y se complementan para producir el fervor inigualable que ha existido desde 1943 en que protagonizaron el primer compromiso.
Emelec era un club de gran solvencia económica. Tenía la mejor organización gracias a la dinámica impregnada por su patriarca, George Capwell. Apareció en la primera serie en 1943 y fue captando grandes figuras que se sumaron a las que venían desde la Serie C, en 1940. En 1946 logró su primera corona en el fútbol federativo. Trajo de Argentina a Enrique Moscovita Álvarez, que un año antes había ido a Lanús; y de la selección de Manabí fichó a Félix Tarzán Torres, arquero, y a Ricardo Chinche Rivero, volante. En la delantera tenía al Rey de la Media Vuelta Marino Alcívar y a Rodrigo Perfume Cabrera.
Barcelona estaba ese 1946 en el Grupo B de Fedeguayas (no en la Serie B) y Emelec en el A, por eso no se enfrentaron. Había aires de cambio en el equipo torero con la llegada a la presidencia de Federico Muñoz Medina (en 1945 había jugado de centro medio) y de su hermano Jorge, uno de los técnicos más preparados e inteligentes de su época. De allí parte la historia de la idolatría. Los hermanos Muñoz consiguieron que el vinceño Fausto Montalván dejara el Panamá y empezara su labor de conquistar a los Cadetes panamitos, que formaron la mejor generación de futbolistas juveniles de la historia. Del Parque España se llevaron al joven zaguero Juan Benítez y por pura casualidad federaron al mito viviente de la idolatría de los amarillos: Sigifredo Agapito Chuchuca.
En 1947, ya con los excracks del Panamá Enrique Romo, Jorge y Enrique Cantos, Galo Solís, Nelson Lara, Héctor Ricaurte, Luis Ordóñez, Manuel Valle, José Pelusa Vargas y otros futbolistas se fue armando el equipo de la idolatría. Se sumaron a ellos Guido Andrade, milagreño, y José Jiménez, que venía en el equipo desde 1941. Ese año, en mayo, Barcelona jugó como entrenamiento, en la cancha del Vicente Rocafuerte, con un equipo formado por jugadores argentinos que iban de paso al Deportivo Cali y unos cuantos nacionales. Pudo ser un encuentro intrascendente, pero la historia dice que ese día debutó una de las más grandes y recordadas delanteras de nuestro balompié, El Quinteto de Oro, que formaban José Jiménez (más tarde Jorge Mocho Rodríguez), Enrique Cantos, Chuchuca, Pelusa Vargas y Guido Andrade.
Emelec y Norteamérica eran los mejores equipos, pero la mayoría de los aficionados buscaba que surgiera una oncena capaz de destronar a los eléctricos que representaban a la gran burguesía criolla. Los jugadores eran –casi todos– de clase media y los dirigentes –salvo unos cuantos– eran comerciantes o empleados. Pero ya se había encasillado a Emelec como los Millonarios. Barcelona fue adoptado por nuestro pueblo como el equipo esperado, sobre todo después de dos épicas victorias ante el Deportivo Cali viniendo de atrás y cambiando el resultado con goles de Sigifredo Chuchuca, que en esos dos encuentros ingresó al alma popular.
Emelec trajo en 1948 al primer entrenador extranjero contratado por un club, el argentino Óscar Sabransky, procedente de Santa Fe de Bogotá. Con Barcelona ya reconocido como ídolo se produjeron partidos memorables. El 1 de septiembre, Diario EL UNIVERSO bautizó al duelo como el Clásico del Astillero. Ese día, por el torneo de la Federación Deportiva del Guayas, Emelec ganó 3-0 con Tarzán Torres; Félix Leyton Zurita y Guamán Castillo; Chinche Rivero, Moscovita Álvarez y Chento Aguirre; Puñalada Villacrés, Omar Cáceres (el primer jugador argentino en el fútbol nacional), José Chivo Jiménez, el riobambeño Víctor Aguayo y Humberto Suárez. Por Barcelona estuvieron Romo; Carlos Pibe Sánchez, llegado de Norteamérica, y Benítez; Luis Ordóñez, Montalván y Galo Papa Chola Solís; Jiménez, Cantos, Chuchuca, Vargas y Andrade. Dos goles del Chivo Jiménez y otro de Suárez sentenciaron el pleito en el Capwell.
El 21 de septiembre se jugó un partido por la Copa Pedro Foncea, dirigente chileno que estaba en Guayaquil. Barcelona estaba ávido de revancha después del paseo eléctrico el día 1. Emelec alineó a Torres; Leyton y Chompi Enriques; Rivero, Álvarez y Aguirre; J. L. Mendoza, Cáceres, Jiménez, Aguayo y Guaguillo Salazar. Barcelona puso a Romo; Sánchez y Benítez; Montalván, Jorge Cantos y Solís; Jiménez, Cantos, Chuchuca, Vargas y Andrade. El juego quedó en la historia porque ese día Sabransky ensayó una táctica hombre a hombre, algo que no se había visto hasta entonces. Chento Aguirre iba sobre Enrique Cantos; Leyton sobre Chuchuca; Chompi sobre Andrade y Rivero sobre el Negro Jiménez. No resultó la táctica a Sabranski. Andrade a los 20 minutos, Montalván a los 21m, Cantos a los 25m y otra vez Andrade a los 29m pulverizaron las marcas. Cuatro anotaciones en 9 minutos y un tanteador final de 5-1 marcaron la goleada torera.
El Clásico del Astillero era ya una fiesta gigantesca en la que menudeaban los duelos, el más famoso de ellos el de Luciano Macías y el Loco Balseca; los arabescos del Loco y Daniel Pinto, o los del Mocho Rodríguez y el Pájaro Cantos y su famosa bicicleta. Inolvidable aquella delantera de Los Cinco Reyes Magos y el duelo de arqueros entre Helinho y el paraguayo Ramón Mageregger. Todo eso que era gritos, risas, diversión nos lo robaron un día las barras, concierto de matones y una mayoría de gente de mal vivir que con cornetas, pitos, tambores, armas de fuego, bengalas y cantos obscenos ensucian el espectáculo y ahuyentan a los aficionados que prefieren quedarse en casa ante el riesgo de muerte que significa ir a los estadios.
Ojalá un día nos devuelvan esa fiesta que era el Clásico, cuando nos sentábamos juntos los seguidores de ambos equipos sin pensar que el de al lado nos iba a asaltar o agredir.
(O)