Es una foto maravillosa que engalana la sala del Manchester City. El rey Jorge V, de Inglaterra, saludando uno a uno a los futbolistas del City antes de la final de la Copa Inglesa (FA Cup) de 1934, acompañado de Sam Cowan, capitán 'ciudadano', quien va diciéndoles los nombres de cada uno de sus compañeros. Por ser la competencia de mayor raigambre popular, una auténtica joya de la corona, era hábito que el monarca británico asistiera a la final en Wembley y entregara el trofeo al vencedor. La final de la Copa Inglesa no es apenas un partido de fútbol, también una tradición de un siglo y medio.
La clausura de una competencia en la que intervienen 735 equipos y que suele enfrentar a colosos como el Liverpool o el United con modestos clubcitos de 5.ª división. Tiene un carácter integrador y la épica juguetea en cada fase. Voltear a un tótem puede ser un hito en la vida de un cuadro chico. Incluso de un pequeño pueblo. Siempre es edificante disfrutar del fútbol inglés, la generosidad futbolística de ir en busca de la victoria –todos–, pero en especial su valor estético y su limpieza moral. Nadie corre con el caballo del comisario, todos son iguales. Para los jueces es igual el Charlton Athletic que el Liverpool. Y si aparte hablamos de la final de la FA Cup, el torneo más antiguo de este deporte en el mundo (iniciado en 1871), la cita es imperdible para los consumidores universales de fútbol. De donde sean. Nadie es indiferente al encanto de la Premier League.
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Con un aditamento: el equipo más ganador de la historia –Arsenal FC, 13 títulos– se presentaba nuevamente a dirimir en Wembley contra un vecino londinense –Chelsea, ocho veces campeón–. Que significó la decimocuarta corona para los cañoneros al derrotar ayer 2-1 al equipo azul de Frank Lampard. Un francés hijo de padre gabonés y madre española es el héroe de esta edición del 2019-2020: Pierre-Emerick Aubameyang, autor de los dos goles del 2-1. Formidable goleador. El primero, con un penal perfectamente ejecutado: fuerte y pegado a un palo, inatajable para los arqueros; el segundo, tras una gambeta al gigante zaguero Zouma, de 1 metro 90. Se cumplió la máxima del maestro Ricardo Bochini: “Cuanto más grandotes, más fáciles”. Tal cual: Aubameyang le amagó encarar hacia adentro, enganchó para afuera y la tocó de zurda (es derecho) suave sobre el cuerpo de Willy Caballero. Una delicia.
El pase en retroceso no permite equivocarse porque toma al equipo propio saliendo y es peligroso.
No podemos soslayar en el tanto del triunfo la frontal arremetida de Bellerín, que encaró a tres rivales con mucha decisión hasta que Christensen lo bajó; pero la bola le quedó a Pepe, quien se la sirvió a Aubameyang. Esa arrancada del lateral español, que atrajo a cuatro adversarios (con lo cual liberó de marcas a compañeros), demuestra el valor de ir hacia adelante, algo que complica siempre al rival. Sebastián Domínguez, una iluminación como comentarista de ESPN, lo venía señalando en la transmisión: “Hay sectores del campo donde ya no tiene lugar el pase atrás, no sirve, hay que dominar y encarar”. Lo sostenemos siempre: al rival se lo preocupa yendo hacia adelante, no tocando en línea descendente, esto le permite acomodarse. Aparte, el pase en retroceso no permite equivocarse porque toma al equipo propio saliendo y es peligroso. El amontonamiento de contrarios le permitió a Pepe capturar el rebote y a Aubameyang recibir libre. Ahí estuvo la clave de la victoria.
Con ese gol terminó de dar vuelta el resultado –perdía 1-0 con un gol de vestuario, antes de los 5 minutos– y como premio extra clasificó para la Europa League, con lo cual emparchó un año que pintaba escuálido y terminó en fiesta. Ha sido un brillante inicio como entrenador jefe de Mikel Arteta, el excentrocampista vasco que dejara buen recuerdo entre los hinchas Gunners. Mikel fungía como asistente técnico de Guardiola en el Manchester City, pero ante el llamado de su exclub, no lo pensó ni diez segundos: abrazó a Pep y le dijo “déjame partir”. Y se desplazó a Londres para remplazar a otro vasco: Unai Emery, de flojísima campaña. Arteta tomó al Arsenal décimo en la Premier, muy lejos de los puestos de Champions. Pero lo enderezó, empezó a ganar y en pocos meses le dio su primera gran alegría. Para realzar el logro, Arsenal ganó los seis partidos que disputó. Y en la semifinal venía de tumbar al City de Josep Guardiola. No son datos menores. Fue un encuentro parejo, en el que incidió el infortunio del Chelsea. Una tarde de mil demonios para Azpilicueta (ufff… otro vasco).
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Primero le hizo el penal a Aubameyang del que provino el empate y luego se retiró desgarrado. Posteriormente se desgarró también Pulisic, de magnífico primer año en Inglaterra, cuando se iba al gol ante Emiliano Martínez (argentinos los dos arqueros de la final). Y 24 minutos antes de bajarse el telón fue expulsado Kovacic al recibir una injusta segunda amarilla. El árbitro Anthony Taylor entendió que había pisado a un contrario, cuando más bien fue al revés. Y el Chelsea es un equipo con poca pólvora en el área al cual Frank Lampard podrá potenciar la temporada próxima con dos fichajes estelares: el artillero alemán Timo Werner y el exquisito armador holandés Hakim Ziyech. Pero estando con diez, sin armadores ni definidores, era como ir a la guerra con una honda. No obstante, excelente primera estación de Lampard como DT en la máxima categoría. Ya lo había hecho bien el año anterior en el Derby County, al que casi ascendió. También Arteta deberá pensar en dos o tres retoques si quiere tornar aún más competitivo a este Arsenal que siempre gusta más por su hinchada, por su historia y por su juego que por sus logros. Faltó el público, esos 90 000 que hubiesen convertido Wembley en una olla a presión. Pero con pandemia o sin ella, la tradición no se alteró. (O)