Esta noche en Paraguay, sin el glamour ni la expectativa del sorteo de Rusia 2018, nuestros clubes conocerán su suerte en los torneos internacionales del próximo año. La apuesta será, como siempre, devolverle a nuestro fútbol el rol secundario que en un par de ocasiones interpretó con mediano éxito o el protagonismo alcanzado por el inolvidable Cienciano de Ternero, una tarea mucho más titánica que la del ya consumado retorno mundialista que tardó 36 años. Lo es porque nuestros equipos han demostrado con amplitud su incapacidad para sostener proyectos a largo plazo, su escasa visión a futuro en la formación de jugadores y, sobre todo, su poquísima pericia para armar planteles competitivos. Las elecciones de los refuerzos extranjeros son la mejor muestra de que ese ojo clínico para comprar lo bueno, bonito y barato no es una cualidad en nuestros dirigentes.
La historia dice que la Copa Libertadores ha sido el tradicional escenario para mostrar nuestras miserias. Ni en nuestros mejores tiempos pudimos acariciar la gloria. Es el torneo que año a año nos confirma nuestra condición de paciente en estado crítico, de enfermo crónico que muy de vez en cuando se levanta de la cama. Junto a venezolanos y bolivianos compartimos la cruel realidad: la anemia de títulos nos confina a la sala para desahuciados.
En los últimos tiempos, apenas la participación de Garcilaso en el 2013 nos permitió una visita a cuidados intensivos. Esa campaña que llegó a cuartos de final fue un paliativo que no elimina nuestra enfermedad congénita. Quedar fuera de competencia tras la primera ronda es ya una costumbre que asumimos con la resignación del que cree que no tiene cura.
Teniendo en cuenta que nuestra enfermedad genera debilidades indisimulables, es un buen síntoma que tres de los cuatro clubes que nos representarán mantengan a su comando técnico de la temporada pasada. Es un buen indicativo porque en cierta forma le darán continuidad a una apuesta. La otra medicina que se intenta aplicar es la de sostener sus columnas vertebrales. El único que cambia de médico y recurre a otra receta es Garcilaso, por lo que gran parte de sus probabilidades de éxito giran en torno a su aliado máximo: la altura cusqueña que no es un mito. La Sudamericana, salvo la campaña del campeón Cienciano en el 2003, también ha sido un campo lleno de derrotas.
Más allá de nuestras evidentes desventajas futbolísticas, habrá que inyectarse una gran dosis de carácter. La capacidad de lucha del jugador peruano siempre ha estado en tela de juicio, su compromiso es discutible. Pero es precisamente el ejemplo de la selección el que debe modificar ese chip perdedor. Con rebeldía el equipo de Gareca pudo equiparar situaciones del juego con rivales mejores dotados. Con temperamento se pudieron maquillar las debilidades. Las limitaciones no son necesariamente sinónimo de fracaso. Aceptarse menos no es darse por derrotado siempre y cuando se utilice como una herramienta de superación, de máxima exigencia.
Participar ya no debe ser una opción, a las copas hay que ir a competir, a mostrar un rostro saludable. Nuestro fútbol necesita dar muestras de que nuestra enfermedad no se cura con gitanería.