“¿Oscar, sientes que te vas por la puerta chica?” le preguntaron a Ibáñez hace tres días, a propósito de su salida de la ‘U’, y el arquero -con una humildad desesperante y ningún temblor en la mirada- respondió: “El tamaño de la puerta lo decide el cariño de la gente”.
La respuesta de Óscar nos devuelve a una irrefutable máxima del último tiempo: aquello que la gente empieza a querer demasiado tarde o temprano se vuelve peligroso.
Intuyo que algo parecido ocurrió con el arquero. Sin motivos futbolísticos ni económicos de por medio, es fácil pensar que Ibáñez termina siendo echado -aunque suene insólito- por su ascendencia, su importancia dentro del plantel y su testaruda vocación de hermano mayor, requisitos perfectos para convertirse en un líder capaz de fastidiar la chamba de la bien vestida dirigencia.
Puede ser cierto que sus últimas actuaciones no fueran notables, pero el decaimiento de Ibáñez fue también el decaimiento de toda la institución. No caben pretextos técnicos en este capítulo final.
Dudo también de que en la Tesorería no haya habido soles suficientes como para negociar un nuevo contrato con él, sobre todo ahora que hay un patrocinador real que ha llegado decidido a armar un equipazo de postín.
La verdad se circunscribe a una sola penosa variable: Ibáñez -el arquero de los ciento y pico milagros, el número 1 que también atajaba con la sombra- se va porque le daba la gana de seguir siendo él, de levantar la voz en nombre de los otros y contentar a la más enojosa de las tribunas. Y para los dirigentes eso no conviene, eso no está bien, esto joroba.
Si Óscar cree -en su desesperante humildad- que el tamaño de la puerta por la que sale debe determinarlo el cariño de la gente, no debo ser muy perspicaz para decirle que ese cariño, como esa puerta, son del tamaño de su profesionalismo, una palabra nadita de moda por estos días.
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