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Y ahora que esa foto se pasea por él frente a unos 200 familiares, ex futbolistas, administrativos, hinchas y barristas, puesta en el cuadro que el periodista de DT David Hidalgo Jiménez le regaló hace once años por el día de su cumpleaños, cada vez más alto en los brazos de Alexandra Chale Zimic, su hija, me queda la duda de si todos nos hemos tomado alguna vez la foto de la que nos sentimos orgullosos, para el día que toque el último viaje. No ese selfie antiestético y apurado ni la postal graciosa de los cumpleaños felices. Una foto que defina la elegancia -si la tuviéramos-, el porte -si lo hubiésemos heredado-, o la belleza -que finalmente es lo único que nos distingue-. La que se ve y la que está oculta.
Es el mediodía de este día horrible que nunca nadie quería que llegue: Roberto Chale está muerto. Jugó, dirigió, seleccionó, se peleó, pensó, bailó, actuó, reclamó, enfermó, se operó, resistió, pero ya era mucho. Y aunque hace sol, y la familia cuenta que “ya estaba sufriendo demasiado” -la trombosis y la diabetes-, la tristeza solo se atenúa cuando se lo ve, encima de su ataúd, en esa foto del archivo EC con su terno gris y su camisa blanca, sus zapatos negros acharolados y esa sonrisa que fue su sello, sobre todo, en la mala. Cada uno tiene su momento Kodak con Chale y esta foto lo evoca.
-Que te vaya muy bien en el viaje, Maestro!!!, le grita un barrista zampado que, por supuesto, no lo vio jugar.
Y se le ve, otra vez, la sonrisa bailando en ese cuadro encima de su féretro, que es como imagino soñaba irse.
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Los velorios, como las tribunas, tiene un código único: los abrazos con desconocidos. Sin embargo, en el mezzanine de occidente del Estadio Monumental, donde el club que administra Jean Ferrari convenció a la familia para que los hinchas se despidan del Maestro, los abrazos son más que de pésame, de reconciliación. Por allí está Juan Manuel Vargas, de inmaculado blanco, cuya presencia se nota más que del resto de exfutbolistas cremas. Por sus dimensiones extralarge y su regreso: no viene mucho al estadio. “Lo goce muy poco, pero como jugador fue lo que fue, un terrible”, dice. Se refiere, con ironía, a sus excesos: Roberto Chale no tenía filtros. Cerca suyo, en silencio, vestido todo de negro, el Puma José Luis Carranza prefiere el silencio, más de lo normal, “por el padre que fue para mí Roberto”.
Ha sido Carranza uno de los más cercanos a él en los últimos años. Un poco otro hijo, un poco su guardaespaldas, un poco el amigo que se enfrentó a Gremco para conseguir que le paguen lo que deben. Felizmente lo contó el propio el entrenador, una tarde del 2020: “José me salvó la vida. Él sabe lo que hizo por mí. Y lo que hizo por mí fue un milagro”. Está la plana mayor del club, que acompaña y a la par, agilizar los documentos para que un seguro particular cubra ahora a Lucía, la esposa del ídolo. También llegaron al velorio Javier Chirinos, Cochoy Rey Muñoz, la Foca Farfán, Mauro Cantoro, Paolo Maldonado, Goyo Bernales, Roberto Valenzuela, sus tricampeones. Se persigna Marcos Ciurlizza, el papá de Marko, agradecido por aquel bicampeonato 1999 donde su hijo fue un todocampista. Y por supuesto, más de 2 mil hinchas, que desfilaron delante del ataúd del Maestro y se toparon con la foto esa, la que levantó la hija antes que la carroza fúnebre se lo lleve a los Jardines de La Paz de La Molina, donde se lo ve joven y robusto, niño y tío, y ellos mismos, muchos de ellos mismos, se recuerdan automáticamente sin canas, sin dolores de rodillas, sin esta vejez.
Porque si algo fue Roberto Chale Olarte, además de futbolista, campeón, mundialista y atrevido, a veces rencoroso y demasiado picón, fue ser el hombre que nuestros abuelos quisieron ser.
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Son casi las dos de la tarde. Poco más de tres horas ha durado el adiós público de Roberto Chale en su casa, donde fue el primer y único técnico tricampeón de la historia. Mientras el equipo de prensa de la U hace volar un dron, miro el Twitter, esa selva de serpientes, y me encuentro con la unanimidad de su grandeza: por primera vez en meses, un solo hombre reúne los afectos y los adioses de todas las camisetas. No hay, como en otros casos quizá más polémicos, este odio con espuma de rabia que se hacen tuits de 140 caracteres. No hay insultos ni caricaturas. No hay montañas de basura. No hay rivales. “¡???????????? ???????? ???????????? ????????????????????????????????, ???????????? ???????????????????????????? ????????????????????!”, publica el club Alianza Lima. “Lamentamos la partida de Roberto Chale, representante de una generación inolvidable de nuestra selección”, posteó Sporting Cristal. Cada F5 aparece, por supuesto, algún imbécil. El dron sobrevuela occidente del Monumental y pienso en las imágenes que está grabando, antes de subir por el caracol rumbo a Prolongación Javier Prado y luego, más allá. Las banderas que está filmando, flameando orgullosas (1966, 1967, 1969, 1999 y 2000). La tela inmensa que hoy se cuelga en oriente, pintada por el artista Cholifa, que dice Gracias Maestro. La alegría -y la enorme obligación- del inacabable coleccionista de camisetas Peter Egacila, un curador, que este jueves se levantó de su cama y fue corriendo a buscar la camiseta número 7 que le entregó el mismo Chale hace unos años, ese modelo maravilloso con botón de nácar que usó en México 70. La cancha en mejor estado donde la U se jugará en las próximas fechas el bicampeonato, y donde hacer 24 años él mismo dio la vuelta. Los últimos rezos. Las últimas lágrimas. Y el breve discurso que Alexandra, su hija, le dedica a los hinchas: “Quiero agradecerles por este homenaje, por acompañarnos en este momento. Sé que mi padre estaría y está, muy agradecido. Hoy se va como un grande, porque siempre fue un grande”.
Un grande. Tan grande que esa foto del cuadro, su foto favorita, está más vivo que nunca.