“¡En el Perú el deporte es el fútbol y, qué pena, el fútbol en el Perú es una mierda!”. Incrédulo, don Juan, no entendía las decisiones de su hijo menor. Canadá le ofertaba a su vástago una vida primermundista, con desarrollo en la academia y beneficios económicos nada despreciables. Pero él, terco, se empeñaba en abandonarlo todo. Quería regresar a Lima, dedicarse al periodismo deportivo en una nación donde el fútbol y la derrota eran casi sinónimos. Por eso, la lisura al aire, el despropósito del retorno le resultaba incomprensible. “Si hasta te pagan el año sabático”, espetó el padre al hijo.
Olvidaba, don Juan, que el deporte es un puente. Que hace algunas décadas, allá por el 81, la selección se convirtió en involuntaria protagonista de un vínculo que había costado armarse como mandan la sangre y la genética. A él, un hombre criado a la antigua usanza, con poco tiempo para ofrecer, debido al rigor laboral, y a su hijo, un niño tan inseguro como disperso, les costaba superar el abismo generacional que los separaba. Es, en ese marco de silencios incómodos y afectos reales pero inexpresivos, que aparece la selección de Tim, para imantar los dos mundos y hacerlos compatibles en la lúdica dimensión de la pelota. El fútbol ayudó a que las distancias desaparecieran y a que la comunicación empezara a fluir. Padre e hijo, desde entonces, encontraron sólidas razones para reverenciar los domingos. No solo se enfrascaban en debates sobre quiénes debían ser titulares en España 82, sino que, también, cada uno se animaba a elaborar esquemas tácticos para incluir a sus jugadores predilectos. Don Juan mantenía un particular cariño por el talentoso Leguía a partir de una guacha que le hizo a Maradona en nuestro Nacional. Por ello solía llamarlo “el elegante” en lugar de ‘Cocoliche’.
En ocasiones, en aquellos fines de semana ochenteros, los temas se ramificaban y la pareja se encontraba de pronto, no solo intercambiando opiniones acerca de la cucharita de Uribe, o la precisión con que Cueto filtraba los pases, sino también sobre el ‘african look’ de Barbadillo; o la vida sentimental de Franco Navarro, quien era un ‘sex symbol’ entre las adolescentes. Ese equipo convirtió a sus hinchas en voyeristas, en intrusos impertinentes pero autorizados que, espiándolos en cada paso que daban, creían acceder no solo a las virtudes de los artistas en el césped, sino también a su privacidad.
Por aquellos días, la tarea de la prensa tenía su propia retribución. Era frecuente que Pocho, Martínez Morosini, El Veco y don Eduardo San Román, periodistas de la época, compartieran alegrías con su público. Eran habituales comunicadores de la felicidad; cronistas de las danzas que entonaba la escuadra peruana en la cancha. Es que se trataba de un grupo de futbolistas iluminado que jugaba verdaderamente bien. Era un plantel que no merecía despedirse de los dos mundiales que disputó, goleado y con algunas sombras sobre su integridad. Por eso se sintió tanto su caída. En la cabeza del hincha quedó la idea de haber observado un grupo de luciérnagas frágiles difuminarse cuando la competencia se tornó más ardua.
Todavía duele la cicatriz de la luz. De ahí que don Juan, herido al contemplar el nivel de las generaciones que sucedieron a aquella constelación de astros, decidiera apartarse de los estadios y del televisor. Ese fenómeno les ocurrió también a algunos aficionados. Con el transcurso del tiempo, la mayoría se reconcilió con el recuerdo de aquella generación extraordinaria. Pero no todos. A otros, como a don Juan, les llegó una amnesia en cámara lenta. Por eso mismo, en un contexto diferente, y varios lustros después, corría ya el 2008, le resultaba descabellado que el benjamín de sus hijos cambiara el vivir en Norteamérica por el capricho de hacer periodismo deportivo en un país donde los clubes locales nunca superan la primera ronda de la Libertadores. No veía práctico embarcarse en un mar que no levantaba olas. Para él, y apelaba a los números para probarlo, éramos una contradicción: un país futbolero que no tenía un fútbol de calidad. Sería como convertirse en analista de fracasos. El hijo, por su parte, creía otra cosa. Estaba convencido, junto a otros locos que se aventuraron a este oficio, el más lindo del mundo, de que la mala racha iba a terminar algún día y por eso leía como un credo un escrito de Sacheri que lo animaba a intentarlo: “Los futboleros necesitamos estar ahí, cuando todo anda mal, para asegurarnos de estar ahí cuando cambie. Y no importa si antes del cambio nos falta comernos otras seis derrotas, agregar doce partidos sin ganar o catorce horas sin meterle un gol a nadie. Ahí estaremos. Y cuando la racha termine… Santo Dios. Habremos nacido de nuevo”.
La clasificación mundialista de la selección a Rusia 2018 es también un premio para una profesión que ama incondicionalmente al fútbol peruano. Los tiempos felices han vuelto. (Infografía: Juan Aurelio Arévalo / Raúl Rodríguez)
Pasaron 9 años desde que el hijo publicó su primera nota en El Comercio, y 36 desde que Perú estuvo por última vez en un Mundial. En todo este tiempo, hubo un grupo de seres humanos, cada quien en su tribuna radial, televisiva o escrita, que lloró amargamente por el fútbol peruano. Todos fuimos víctimas de una letanía de fracasos que después había que comentar en el medio periodístico en que laborábamos. También fuimos tristes portadores de tragedias balompédicas que se sucedían sin parar; contadores de historias al fin y al cabo, que, como decía Huizinga, más allá de los resultados, encontraban en el quehacer deportivo algo superabundante, intangible, espiritual, intenso. Situaciones que ningún análisis biológico puede explicar y que tienen la increíble capacidad de, a veces, “hacernos perder la cabeza”. Por eso el triunfo de la otra noche también pertenece a los periodistas del deporte: por nadar a contracorriente, en aguas profundas.
Son las 11:08 p.m. del 15 de noviembre del 2017. El partido contra Nueva Zelanda ha terminado. El triunfo es nuestro. Padre e hijo han visto el partido juntos y lo han disfrutado. Se fastidiaron por el penal no cobrado. Festejaron los goles de Farfán y Ramos a rabiar. Y terminaron abrazados; convencidos de que la felicidad es un camino que se transita mejor cuando, señales como esta, nos indican que vamos por la ruta correcta. Queda la sensación de que este es el principio de muchas alegrías.
Después, los dos estuvieron mucho tiempo, minutos o años, en silencio. Finalmente, el hijo se despidió para volver a su casa.
–Chau, viejo.
El padre lo abrazó, le guiñó el ojo y no le dijo nada.
No había necesidad de hacerlo.