¿Cómo es Rusia…? La pregunta es tan abarcativa como difícil de responder. Es complicado –y arriesgado– describir un país en una semana, entender la idiosincrasia de su gente. Una nación está formada por cientos de años de historia y costumbres. Para no ser irresponsables o incurrir en inexactitudes, lo aconsejable es narrar percepciones, transmitir lo que se ve. Que es muy impactante, por cierto. Todo.
En nuestro imaginario colectivo latinoamericano, inducido por las potencias de Occidente con su siempre aceitada maquinaria mediática y propagandística (Hollywood mediante), Rusia es un país oscuro, de gente hostil (o mala), todo es mafia, KGB, misterio, muertes por envenenamiento, agentes secretos y recontrasecretos, helados campos de concentración siberianos, atraso, comunismo…
No lo desmentimos. La realidad que palpamos –coincidíamos con un numeroso grupo de colegas latinos– es bastante diferente. Un país en cuya inmensidad territorial podrían entrar veinte o treinta naciones de considerable tamaño (el doble exacto que Brasil). Rico naturalmente y, a la vez, poderosísimo, cincuenta, tal vez cien veces más que cualquier otro país europeo.
Y esa grandiosidad se nota apenas salir del aeropuerto, en la amplitud de las calles de Moscú, en la vastedad de todas las cosas, plazas, parques, avenidas, estadios, monumentos, edificios, autopistas, trenes…
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El Metro moscovita es una de las joyas de la capital, con 14 líneas y más de 200 estaciones. Es una ciudad debajo de la ciudad. Todo subterráneo, amplísimas estaciones y andenes, un tren cada un minuto y mucha comodidad para viajar, pese a la cantidad de usuarios que lo utilizan diariamente. En un día normal transporta 8,5 millones de personas. Lo más notable, más que su extenso recorrido y practicidad, es la maravilla artística contenida en sus estaciones. Miles de esculturas, pinturas y grabados las engalanan. Muchas de ellas referidas a soldados y héroes de las guerras. La guerra es un motivo recurrente en la vida rusa. Ha librado muchas, aunque ninguna lo ha signado tanto como la Segunda Guerra Mundial, en la que perecieron 24 millones de rusos, sin contar los heridos, mutilados, la economía completamente devastada y muchas ciudades destruidas. El premio a tanto sufrimiento, no obstante, fue gordo: el oso ruso fue quien aplastó finalmente al ogro alemán, lo corrió hasta dentro de Alemania y plantó su bandera en Berlín. Fue el golpe que provocó la capitulación nazi. Los feriados en recordación al soldado ruso tienen la máxima sacralidad y respeto.
Moscú es una ciudad de corte muy europeo, aunque con el sello severo, austero y solemne de las construcciones soviéticas, todo simétrico, con edificios gigantes y cuadrados, de tiempos en los que no sobraba nada. Ahora comienzan a aparecer los contrastes por el avance de la apertura comercial. Crecen cantidades de edificios modernos y centros comerciales gigantescos junto a las autopistas. También impresiona el parque automotor, con autos de alta gama. A las perdidas se ve algún viejo Lada, ícono de la época socialista. Hay mucho consumo, la ropa de la gente que se observa en el subterráneo es de calidad. Como la aún comunista China, Rusia entró definitivamente en el consumo masivo. Todas las grandes marcas están presentes.
Uno de los deportes preferidos de Occidente es criticar a Putin, un exagente de la KGB convertido más que en dictador, en amo supremo del país a la usanza de los zares, pero aquí goza de una altísima imagen positiva. Es el gran papá de Rusia que protege a la nación. Los presidentes se cuidan de hacer alocuciones en el comienzo de los mundiales o de los juegos olímpicos por el temor de ser abucheados; Putin lo acometió sin problemas, se mostró sonriente, desenvuelto. Su discurso en la ceremonia inaugural fue aplaudido, nada de silbidos. A Infantino le mandaron unos chiflidos. El presidente, un duro que jugaría una pulseada con Stalin y no saldría mal parado, dicen, ganó las últimas elecciones con el 76 % de los votos. Tiene el poder total. Putin garantiza orden, seguridad, disciplina y el respeto del mundo. Eso tranquiliza a la población.
El Mundial está montado a la perfección, con todos los requisitos exigidos. No falta absolutamente nada. Comunicaciones, internet, transportes, todo es de punta. Rusia tuvo que hacer seis estadios nuevos y acondicionar otros seis, la demás infraestructura la tiene de la vida diaria. Es el Mundial de mayor costo de la historia, dicen, con $14.300 millones, pero acá nadie pregunta si es mucho o si el país está en condiciones de pagarlo. Está. Y, de última, si el tío Vladimir dice que hay que hacerlo, perfecto, no se discute.
Pinta para ser el Mundial más seguro de la historia. Hay exhaustivas revisiones para ingresar a los estadios, muchos efectivos de seguridad, se escanea todo lo que entra y el torneo no debería descarrilar de aquí al final. Se inventó, en esta Copa, el Fan ID, una credencial por la cual todos los espectadores que ingresen a los estadios están registrados con documento, teléfono, dirección. Un control nunca antes hecho. Aunque se tenga boleta, no se puede entrar sin el Fan ID.
Da la sensación de que los rusos no están ansiosos porque vengan turistas, ni interesados en sus posibles ingresos por la industria turística. En las calles no hay ni carteles alusivos al Mundial. No se alteró para nada el pulso ciudadano por el torneo. Los rusos les parecen huraños a muchos visitantes, y hay una verdad irrefutable: nunca ganarán el mundial de anfitriones. No son graciosos, tampoco son demasiado atentos, sí correctos, pero secos. Hay que comprender que la barrera idiomática traba cualquier intento de aproximación. No solo es muy diferente el idioma, también dificulta la comprensión el alfabeto cirílico. Y hay otras razones: las guerras, que los tornaron precavidos hacia lo externo y los más de setenta años del comunismo más duro, que cerró las fronteras. No aman a los extranjeros, no están precisamente interesados en que lleguen aquí ni desean inmigrantes. Se bastan a sí mismos. Aunque se cuenta que tienen un sentido casi sagrado de la amistad. Eso los honra.
Poca gente rusa habla inglés. Durante las décadas soviéticas, Stalin y sus sucesores no lo fomentaban; no querían verse invadidos culturalmente por occidente. Hay un gran orgullo por la historia y la cultura rusas, así como del extraordinario país que tienen. Se saben una superpotencia, y están persuadidos de que Putin los hace respetar como tales en el mundo.
“Además de su belleza extraordinaria, me asombra la limpieza de San Petersburgo. No hay un papelito en el suelo, en ninguna parte”, me dice un colega desde la ciudad de los zares. Le creo, en Moscú es igual. Limpieza supina en todas partes. Ya hace 150 años, en su novela Los cosacos, Tolstoi alababa la pulcritud de estos pueblos.
Faltaron venderse 3.500 entradas el día de la inauguración. Y jugaba Rusia… Y el planeta entero estaría pendiente de ellos… Pero los rusos tienen otras prioridades, el fútbol no es el centro de sus vidas. Se alegraron con el 5 a 0, claro. Son otro mundo. Lo vamos descubriendo de a poco, pero impacta e impone respeto. (O)