En el mundo del tenis, la última semana la ha protagonizado Nick Kyrgios. La noticia no ha sido tanto su estupendo torneo en Cincinnati –donde ayer perdió en la gran final ante el búlgaro Grigor Dimitrov–, sino que, por fin, se puede discutir la seriedad con la que afronta su carrera.
La coartada de la edad y la discusión sobre su (in)madurez han ocultado la polémica real sobre su potencial. A los 22 años no se puede decir que el australiano sea un producto acabado, pero sí se puede atisbar un futuro optimista. Para muchos tiene ya el mejor servicio del circuito, aunque las estadísticas oficiales lo tengan aún por debajo de Isner, Karlovic, Federer y Raonic. Su promedio entre primer y segundo saque es de 198 km/h. Su drive, cuando está afinado, supera los 150 km/h, como lo comprobó el propio Nadal, quien lució como un jugador, digamos, otoñal. Su constitución física luce idónea, ya superados sus problemas en hombros y cadera. ¿Dónde reside, entonces su principal handicap?
La mentalidad, por supuesto. En Lyon perdió con el argentino Kicker, en Roland Garros lo eliminó el sudafricano Anderson, en Wimbledon el francés Herbert, en Washington se retiró ante el norteamericano Sandgren. Ninguno de los jugadores antes mencionados puede soportar un comparativo serio con él. Y, sin embargo, Kyrgios no ha hecho mucho por consolidar una primacía. Ronda el top 20, se permite desplantes poco profesionales (ante Nadal perdió un punto fácil por contestar, sin necesidad, con un golpe entre las piernas), pelea con el público (“no les he pedido que me vengan a ver”) y hace declaraciones altisonantes que le ganan silbidos y antipatías, como en su ya mítico incidente con Wawrinka.
Sus seguidores sostienen que hay un empecinamiento con él, pues la tradición de tenistas excéntricos es nutrida (Cash, Nastase, Connors, McEnroe, etc.). Sus detractores, en cambio, consideran que carece de fortaleza emocional para soportar el estrés de la alta competencia.
David Ferrer, batido por Kyrgios en la semifinal de Cincinnati, ha sido, curiosamente, uno de los pocos referentes que ha tenido el australiano. La relación nació a partir del encuentro que sostuvieron en la primera ronda del US Open del 2013, luego del cual el equipo del español le entregó al de su oponente una hoja con todos los puntos en los que debía mejorar. El único que Kyrgios recuerda, según propia confesión, es uno: “Aprende a sufrir”. Al inicio le pareció una recomendación ridícula y ajena al estrellato deportivo, pero poco a poco la verdad del mandamiento se le ha ido revelando. El Abierto de Estados Unidos de este año será una oportunidad estupenda para que demuestre cuánto ha calado aquella invitación al sacrificio.
No lo tendrá fácil. Su generación, comandada por Zverev y Thiem, ya empieza a asomar como el relevo natural dispuesto a ocupar cualquier posición descubierta por los cuatro grandes, ya aquejados por lesiones, la otra cara de la veteranía. Pero el rol que él tendrá en este recambio aún no está claro. La ATP premia, ante todo, la consistencia. Y esa virtud es una de las pocas que se le resisten a Kyrgios