Federer ha dejado ya de competir con Nadal y Djokovic. Ha dejado de disputar su lugar en la historia con Rod Laver. Es una ironía: al tenis, deporte tradicional entre los que hay, le falta pasado para medir al más grande de todos los tiempos. Para que una comparación con Federer sea más o menos justa es necesario buscar en otras disciplinas, e incluso en ellas es difícil hallar prodigios que soporten la comparación. Es el lugar en el que habitan Michael Jordan, Mohammed Ali, Usain Bolt y Michael Phelps. La élite.
Federer reina, sin embargo, con valores añadidos: la efectividad es un derivado de la belleza de su tenis, el triunfo es una consecuencia de la elegancia con la que juega, el trabajo lleva el emblema del amor. Y quizá esa sea una de las razones por las que su reinado no tiene interrupción. El tiempo le hace bien, lo que es un contrasentido deportivo. La conciencia de su estado físico lo hace más inteligente al momento de escoger las armas con las que ganará. Puede ser un ‘ace’ o un saque y volea, o un revés cruzado o un drive paralelo, o dejadas o tiros liftados, o esa maravillosa manera que tiene de acortar los puntos para que el rally no lo desgaste. La galería está repleta de trucos y artes, y se administran con sabiduría de acuerdo a ocasión. Esta máquina perfecta, además, vive estimulada por un deseo de victoria inagotable. Un requisito de la genialidad es tener conciencia de ella, y en el suizo, esta condición se traduce en confianza, seguridad, control. Unas lágrimas, acabada la faena, dotan de humanidad la hazaña, haciéndola más entrañable.
Es tan pleno el momento de Federer, los 20 grandes, su juventud eterna, que se evade la discusión de los efectos colaterales de su hegemonía. La principal es la cantidad de generaciones que se van apilando debajo de su trono. En cualquier otro caso, el torneo de Australia debería haber sido la plataforma de exhibición de Thiem, Kyrgios o Zverev, quienes bordean la veintena con la energía y la ambición de los recién llegados. Pero a pesar de sus condiciones, no despegan, y uno empieza a preguntarse si se terminarán acomodando al lado de las promociones previas: Dimitrov y Goffin más cerca; un poco más allá, Berdych, Tsonga y Del Potro, los treintones que parecen más cerca del retiro que su majestad; y finalmente, Nadal, Murray y Djokovic, destartalados por lesiones.
De cara al 2018, Federer tiene un dilema: más allá de lo que haga Nadal en Acapulco, si gana en Dubái podrá volver a ser número 1 del mundo, aunque ello pueda mellar su físico de cara a su defensa de los Masters 1000 de Indian Wells y Miami. Si se cuida, como ha sido su criterio hasta ahora, podrá gestionar el año de una manera más calma, una estrategia que privilegia su salud por encima de las metas de corto plazo. Ahora, ¿cuáles son los objetivos inmediatos de una gloria que lo ha ganado todo? Aumentar semanas a las 302 que tiene ya acumuladas como número 1 parece un objetivo tan legítimo como alargar su carrera hasta la eternidad. A los espectadores solo nos queda esperar que, como él mismo dijo luego de vencer a Cilic, este cuento de hadas continúe.