Llega a su fin el Wimbledon más polémico en tiempo. Y no por lo ocurrido en el césped. Tres o cuatro factores convierten a esta edición en la más heterodoxa que se recuerde en el templo del conservadurismo.
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Lo primero fue la decisión del All England Club de excluir a los tenistas rusos y bielorrusos por la invasión a Ucrania. La coyuntura geopolítica nos ha privado de apreciar a una generación estupenda de una de las naciones más potentes con la raqueta. La censura no es simbólica, pues afecta a dos “top ten”, como Medvedev y Rublev, además de figuras como Kachanov y Karatsev. En la competencia femenina el daño también es importante: la bielorrusa Aryna Sabalenka es la cuarta del mundo y su compatriota, Victoria Azarenka, supo ser número 1 y ganó dos veces el Abierto de Australia; a ellas se unen las rusas Pavlyuchenka y Kasatkina.
El segundo factor es una consecuencia del primero: la Asociación de Tenistas Profesionales y su contraparte femenina, la WTA, han resentido la decisión del club británico al punto de privar de puntaje a este certamen, por lo que los resultados de Wimbledon no sumarán esta vez en el ranking anual.
El tercer condicionante ha sido, de nuevo, el covid: Matteo Berrettini, Roberto Bautista Agut y Marin Cilic tuvieron que retirarse del torneo por prueba positiva, lo que ha debilitado aún más el cuadro (y, por qué no decirlo, ha vuelto a levantar las suspicacias sobre la decisión de Novak Djokovic de no vacunarse).
El cuarto y último punto a considerar es el abandono por lesión de Rafael Nadal, que nos privó de lo que hubiera sido una vibrante semifinal ante Nick Kyrgios.
Ahora sí podemos hablar de tenis.
Durante semana y media el español y el serbio tuvieron un fixture amable en vista de las bajas. Luego ocurrió lo que sucede una y otra vez desde hace una década: los gigantes frustraron el relevo generacional. Nadal con Taylor Fritz en cuartos; Nole con Cameron Norrie en semis. Ambos son buenos tenistas: habitan un mundo de técnica prolija y plenitud atlética. Pero no es suficiente. Incluso las versiones heridas de Nadal y Djokovic son superiores a los alumnos aplicados sin genio. El revés a dos manos de Norrie es pulcro y su movilidad óptima, pero su drive no daña y su servicio tampoco. Fritz cuenta con un saque letal, pero su revés es corto y su juego de fondo insostenible a este nivel. Para vencer a un Djokovic, que juega con el freno de mano puesto, o incluso a un Nadal con lesión en el abdomen, se necesita algo más: duende, rebeldía, magia. Kyrgios es uno de los pocos veinteañeros que cuenta con ese extra.
La historia tenística del australiano está compuesta de arrebatos y vaivenes. Díscolo al punto de la malcriadez, ha contrastado su explosivo talento con desaires y displicencia. Reniega de la idea de que el tenis se disfrute (es un trabajo), ha sido irrespetuoso con sus rivales, pelea con el público, es quien más utiliza el saque por debajo y monta batallas psicológicas para desarmar a sus rivales (Tsitsipas fue la última víctima de estas dudosas tácticas). En un deporte que se precia de su honorabilidad, Kyrgios ha sido feliz como oveja negra. Ningún jugador ha sido multado tanto cómo él, pero el tenis también necesita antihéroes, sobre todo si tienen un pie puesto en el drama y la provocación.
A pesar de su irregularidad (su mejor posición en el ránking ha sido 13 del mundo), Kyrgios es uno de los pocos tenistas que tiene récord positivo con Djokovic, a quien enfrentará en la final. Su primer servicio es brutal; el segundo alcanza sin problemas los 200 km/h. Tiene gran sensibilidad en la mano y una derecha capaz de toda velocidad y ángulo. Las dudas para él serán si logra convertir el repentismo en consistencia. Si sus ardides podrán desequilibrar a un portento con 20 grand slams en su haber. Si la agresividad torna fortaleza. No se juega poco, Kyrgios, en esta primera final de un grande: está a punto de dar el salto que su virtud reclama o, en su defecto, de seguir siendo el mero entretenedor que señalan sus detractores.
Hoy sabremos quién tiene la razón.
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