Durante el curso 2015-2016, casi todos los seguidores del fútbol europeo animaron en algún momento al Leicester City y sintieron como algo suyo el inesperado y maravilloso título de Premier League conseguido por los foxes. Aquella tropa comandada por Claudio Ranieri demostró que aún queda espacio para el romanticismo en un deporte cada vez más sometido al dictado del dinero.
En aquel equipo, además de los Danny Drinkwater, N’Golo Kanté o Riyad Mahrez, brilló con luz propia un tipo con cara de pocos amigos; un antiguo buscabroncas al que la justicia controló durante un tiempo con un brazalete electrónico; un futbolista al que el equipo de su ciudad, el Sheffield Wednesday, descartó por bajito; un jugador que en apenas cuatro años pasó de estar jugando en la quinta división inglesa a debutar con la Selección de Inglaterra, un luchador nato... Jamie Vardy.
En la inolvidable campaña del título, Vardy acumuló 24 goles en 36 partidos, pero su aportación al éxito fue algo más que numérica. Su compañero Kasper Schmeichel, lo explica a la perfección. «Él busca las pelotas pérdidas y aquellas en las que no debería tener opción de ganar, pero lo hace por su infatigable esfuerzo. Logra transformar un mal balón en uno bueno y uno bueno en uno fabuloso», aseguró en su momento.
Aunque tras aquel año de gloria, sus registros han descendido, el implacable carácter de Vardy sigue siendo determinante para la suerte del Leicester. Es cierto que sus números ya no llaman tanto la atención, pero basta con recordar que la pasada campaña marcó 13 de los 48 goles sumados por los suyos, y que en ésta ya lleva 13 de 39 (un 33 por ciento). De hecho, a día de hoy, es el tercer jugador más decisivo de la Premier, sólo por detrás de Harry Kane (44 %) y Mohamed Salah (36 %). Y es que, aunque los focos ya no le apunten como antes, Vardy sigue luchando, como en 2015, como cuando tuvo que trabajar en una fábrica para salir adelante…como siempre.