“La transparencia forma parte del ADN de la nueva FIFA”, recitó Gianni Infantino el pasado 22 de junio. Lo tiene internalizado, podría repetirlo hasta durmiendo (no es el único). Remató su mensaje con una reflexión: “Un buen abogado a veces es tan importante como un buen delantero para ganar un partido”. Él va a necesitar uno que entre en los juzgados, haga goles de cabeza, de tiro libre y convenza a jueces y jurados de su inocencia: la Fiscalía Federal de Suiza le abrió una causa penal tras descubrirle varios encuentros reservados con Michael Lauber, el fiscal general del país helvético, una autoridad suprema.
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La impoluta toga de la justicia suiza se vio salpicada por el fútbol. Acosado por sus supervisores, Lauber, a cargo del FIFAgate desde 2014, debió renunciar a su cargo y también se le abrió un expediente penal. Un gol en contra. ¿La razón…? Haberse reunido al menos tres veces en secreto con Infantino y no informar de sus conversaciones. “No me acuerdo de qué hablamos”, dijo frescamente Lauber, lo cual encolerizó más a la Autoridad de Vigilancia de la Fiscalía. Que el fiscal general deba renunciar por conducta inapropiada es para el sistema legal suizo una patada en el hígado, inédito, intolerable y grave. Ensucia la reputación del país y de la pirámide judicial entera. En marzo, el Tribunal Administrativo Federal le había reducido el sueldo en un 8 % a Lauber por “numerosas irregularidades en su trabajo”. Y por “mentir” y “obstaculizar” el trámite disciplinario contra su persona.
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Stefan Keller, el fiscal especial asignado al caso, advirtió que halló “indicios de conducta criminal”, por lo que optó por iniciar un sumario penal y evalúa si existió “abuso de cargo público, violación del secreto oficial, favoritismo e instigación a estos actos”. También quedó procesado el fiscal principal de Valais, Rinaldo Arnold, amigo de Infantino y facilitador de los encuentros. ¿Para qué se citaba secretamente Gianni con el desmemoriado fiscal…?
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De haber sucedido en un país de “suburbios tercermundistas”, la información se hubiese diluido rápido. Pero fue en Suiza, sede de FIFA y patria de Infantino. Como perder 4-0 de local. Es más difícil arreglar.
Infantino nos recordó a Juan, amigo chileno que andaba en aventuras extramatrimoniales; la esposa lo pescó y le hizo un escándalo; Juan, bandido de siete suelas, se enchinchó y le replicó: “¿Qué, no puedo tener mi polola…?”. El uno de la FIFA reaccionó parecido, toreando: “¿Qué tiene de malo reunirse con un fiscal…? No es una violación de nada. La FIFA quiere colaborar”. Sucede que, si el fiscal desea conversar con Infantino en tanto este o la FIFA son parte de una investigación, debe citarlo a su despacho y hacer oficial el contenido de las declaraciones. Y si Infantino es aportante de información, debe acreditar su calidad de testigo. No reunirse en bares o restaurantes con el encargado de formular la acusación.
Joseph Blatter aprovechó para tirarle unas paladas de estiércol: “Para mí, la situación es clara. El comité de ética de la FIFA debe abrir un caso contra el señor Infantino y suspenderlo”. Porque eso fue lo que hicieron en 2015 con él y con Platini: “Durante 90 días se prohíbe a los individuos señalados participar de toda actividad futbolística a nivel nacional e internacional”, sentenció aquella vez la comisión. Sucede que el comité de ética, que la FIFA proclama “independiente”, no lo es en verdad. A sus miembros los elige –o los acepta– el propio Infantino. María Claudia Rojas, abogada bogotana, preside el órgano de instrucción del comité. Debería sustanciar un proceso contra Infantino y elevarlo al órgano de decisión y este, si cabe, sancionarlo. ¿Lo harán…? ¿Se bajará a quien los nombró…?
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Cuando la comisión de ética pretendió ser soberana de verdad, 2012, FIFA designó al abogado estadounidense Michael García como titular de la cámara de investigaciones de su comisión de ética. García, experto interrogador con actuación en el FBI y de una foja intachable, indagó crudamente a Grondona, entonces vice de FIFA. Empezó con preguntas sencillas, pero fue subiendo el tono hasta exasperar al gran capo, quien se levantó y se fue, cortando abruptamente la indagatoria. “¿Vos quién sos…? La FIFA te paga el sueldo, y la FIFA soy yo, no te contesto más, chau…”. García renunció enseguida, entrevió que no tenía sentido seguir allí. Grondona le había demostrado cuán independiente era su función.
Altos jerarcas del fútbol salen cada mañana de sus casas a vender con un maletín. Ofrecen honestidad, cuentas claras, beines, beinetas… Vocean transparencia en todos los micrófonos que encuentran. Y la cobran, pero no la entregan.
A su llegada a la cumbre, Infantino prometió limpieza total de procedimientos. Muchos le creímos. Esto representa un enorme desencanto. Tal vez sea hora de un desembarco en masa de los futbolistas al poder. Uno de ellos debería presidir la FIFA. El aficionado no se fía de los cuellos blancos, descree de sus discursos. Escucha las palabras transparencia, auditoría, ética, juego limpio y las percibe vacías de contenido. Quizá sea el momento de que, quienes protagonizan en el campo, manejen los despachos. Es verdad, Platini resultó una decepción, pero el público aún confía en ellos. Tal vez Valdano, Guardiola, Rummenigge, Zidane, Diego Forlán, Mario Yepes, el mismo Verón de brillante presidencia en Estudiantes, alguien, o todos juntos, que represente a los hinchas; con la capacidad y la personalidad para ponerle freno a la corrupción, a la sospecha. No que funcionarios encorbatados les ofrezcan una jubilación de privilegio en la FIFA a cambio de lavarles la imagen a ellos. Que un consejo de jugadores lidere el fútbol mundial poniendo como garantía su gloria deportiva, su pasión por el juego, la palabra frente a todos sus colegas de limpiar el bellísimo pero hoy grasiento rostro de nuestro deporte. (O)