Por: Edna Martínez
La humanidad vive una crisis climática y ambiental que amenaza, entre otras cosas, la producción y la comercialización de alimentos. La producción agrícola, en su esquema extensivo y de monocultivo, es considerada una de las actividades que más aportan a la crisis ambiental y climática. Según el IPCC, el sector agrícola a nivel global es el que más genera emisiones por CO2 con un 13.5 %, después del sector industrial con 19.4% y el suministro de energía con un 25.9%. Se señala, además, que las altas concentraciones de metano y óxido nitroso en la atmósfera se deben principalmente a la agroindustria.
La agroindustria y el monocultivo no sólo son responsables del alto porcentaje de emisión de gases efecto invernadero sino también de la pérdida de un gran porcentaje de la capa vegetal de la tierra. Según los análisis de las FAO, la expansión de la frontera agrícola también ha generado entre el 70-90% de la deforestación mundial, contribuyendo significativamente a la pérdida de millones de hectáreas de bosques y selvas, el agotamiento de los suelos y la desaparición de fuentes hídricas.
El café es, después del agua, la bebida más consumida en el mundo y el segundo producto básico que más volumen de negocio genera globalmente. En el mundo, las especies más comercializadas son arábica (coffea arábica) y robusta (coffea canephora). Por las condiciones geográficas y climáticas, Colombia se ha especializado en la producción y exportación de la especie arábica, la cual se ha consolidado como agroindustria bajo múltiples modelos de posesión de tierra, combinado la producción latifundista y el cultivo en pequeñas fincas familiares y minifundios. En nuestro país, la agroindustria y monocultivo del café ha alterado las capacidades recuperativas, restaurativas y regenerativas de los sistemas bio-ecológicos, y está poniendo en peligro la misma producción del grano. Varios estudios señalan que para el año 2080, producto del calentamiento global, la especie arábica que se produce en Colombia se extinguiría. Eso significa que, en más o menos 50 años, la economía del café como la conocemos desaparecerá.
Pero las crisis no se dan de un día para el otro, sino que tienen periodos largos de gestación, y en el país se evidencian “los primeros indicios”. En visitas que hice a fincas cafeteras en el Huila y el Valle de Cauca, las familias expresaron su preocupación por la ausencia o exceso de lluvias, pero sobre todo con el incremento de las temperaturas; en zonas donde la temperatura promedio oscilaba entre 16-21°C, ideal para la variedad arábica, se presentaron alzas de hasta 31°, las cuales son mortales para el cultivo. La crisis en la producción del café ha comenzado y, como casi todas las crisis económicas y ambientales, afectará a las mujeres vulnerables que hacen parte de la cadena de producción, en particular a las campesinas, las pequeñas productoras y las trabajadoras del campo.
Según las estadísticas, en Colombia el 30% del total de las personas que producen café en el país son mujeres, quienes aportan el 25% de la producción nacional. La participación intensiva de las mujeres en la producción cafetera comenzó en el 2008 cuando, como consecuencia de la crisis de la roya, los hombres dedicados al cultivo de café se endeudaron o quebraron, y para poder acceder a nuevos créditos y estímulos, tuvieron que pasar la propiedad de la tierra a manos de las mujeres. Esto generó por primera vez en la historia del café una masiva incursión del género femenino en la producción y el mercado. Los cálculos señalan que las mujeres son responsables del 28% del área de café sembrada, y el tamaño de sus propiedades es de 1,3 hectáreas aproximadamente.
Muchos estudios de caso muestran que cuando las mujeres tienen la propiedad y son quienes deciden y gestionan el uso de la tierra hay un manejo diferente en la producción agrícola. En el caso del café, por ejemplo, la variedad de cultivos aumenta y se diversifican, porque para ellas junto a la producción del grano es muy importante la producción de alimentos para garantizar la subsistencia familiar.
Desde una perspectiva feminista, esta tendencia no es casual, sino que se explica a través de la economía de los cuidados y las teorías del poder. Estas últimas destacan que el poder puede ser emancipatorio, y que cuando grupos oprimidos logran acceder a ellos hay transformaciones profundas en las sociedades. En el caso de las mujeres, por ejemplo, cuando ellas logran acceder a la propiedad de la tierra, toman las decisiones sobre su uso y a la vez que tienen acceso a tecnologías y apoyos técnicos y financieros, los beneficios se extienden a la colectividad familiar, vecinal o comunitaria.
Hay que señalar además la intrínseca conexión que hay entre los movimientos feministas del sur global y el activismo ambiental, de la cual ha surgido la ecología política feminista como campo de estudio y activismo. Si la ecología política estudia la incidencia del poder en las relaciones humano-naturaleza al incorporar las estructuras de desigualdad y las jerarquías, la lectura feminista desde el sur ayuda a ver cómo esas relaciones y jerarquías de poder opresor tienen una matriz colonial, eurocéntrica, hetero-patriarcal, racista y clasista. Entonces la ecología política feminista analiza cómo las técnicas y discursos de denominación y explotación aplicados a la naturaleza son reproducidos en personas y comunidades particularmente del sur global.
Muchas de las relaciones de explotación y opresión son justificadas ideológicamente con el mito del “Homo economicus”, ese constructo de carácter masculino, individualista, enfocado a la productividad y el consumo. Para confrontar ese andamiaje ideológico, la ecología política feminista ha empezado a plantear el “Homo socialis u Homo empaticus”, desde donde se entiende al ser humano como el producto de una compleja red de relaciones sociales y ecológicas de producción basadas en la codependencia, la cooperación y la solidaridad, relaciones sociales de producción sostenidas en gran medida por el trabajo de las mujeres.
Alrededor del mundo, cada vez son más las personas y comunidades que claman y gestionan sistemas de producción, de circulación y consumo que no solo beneficien el intercambio de bienes y la acumulación de riqueza, sino que también generen bienestar a más personas y no signifiquen la destrucción de comunidad la orgánica con la que compartimos el planeta. En ese sentido es urgente apostar por procesos en el campo que entiendan la productividad de forma holística, con esquemas agrícolas orientados no solo al lucro individual, sino al bienestar social y ambiental.
Todas las mujeres caficultoras que visité contaban que cuando iniciaron a sembrar, sus familias y comunidades las señalaban como “locas”, porque tenían poco conocimiento sobre el cultivo y el mercado del café. Estas mujeres producen café, sobre todo, para el consumo familiar y ventas al por menor en sus veredas, pero sueñan con llevarlo a otros países y mostrarle al mundo el sabor del café colombiano. Ellas también quisieran compartir los procesos de recuperación de bosques y fuentes hídricas y los esquemas agroforestales dentro de los cuales también se cultivan árboles frutales y maderables. Las mujeres están cada vez más presentes en el sector caficultor, y han sido en muchos casos pioneras en el uso de técnicas sustentables social y ambientalmente, sin embargo, no tienen el mismo acceso a recursos financieros, técnicos, tecnológicos, y mercados. Sin las mujeres y sin apoyos reales para ellas, el país no avanzará en la búsqueda de soluciones que permitan hacerle frente a la crisis que avanza a pasos agigantados.