No hay discusión cuando al referirnos a los mundiales de fútbol coincidimos en que es el evento que altera el ordenamiento y cotidianidad de las sociedades de todos los países del planeta. Y con mucha más razón la de los que participan en tan majestuoso torneo deportivo que se celebra cada cuatro años y que en esta oportunidad le corresponde organizarlo a Rusia, desde el 14 de junio al 15 de julio de este año.
La historia arranca desde esa primera vez de 1930, cuando se movía la pelota de fútbol en el pequeño estadio de Pocitos, situado en un barrio popular de Montevideo. Se inauguraba la experiencia de los mundiales de balompié, que en pocos días cumplirá la 21ª edición Copa Mundial de la FIFA. Las estadísticas señalan que son ocho apenas los países que la han ganado, siendo Brasil el equipo más exitoso al haber levantado sus capitanes cinco ocasiones el trofeo. Luego están Italia y Alemania con cuatro cada uno; Argentina y Uruguay dos veces: mientras tanto, Inglaterra, Francia y España en una ocasión.
Todos los mundiales sin excepción cuentan historias y anécdotas que detallan las dificultades y los beneficios para tal o cual país que participa y, con mucha mayor razón, de aquellos que organizaron la cita mundialista.
Recorriendo las páginas que comentan dichos acontecimientos me traslado imaginariamente a 1938, cuando a Francia le tocó ser la sede. En esos días Europa ya vivía el preludio de la más cruel de las guerras, se advertía una atmósfera política y social conmocionada por lo que pudiera suceder. ¿Podía esa copa del mundo convertirse en el ansiolítico que serenara el clima angustioso que oprimía al Viejo Continente? La respuesta es inmediata: tanto solo por el tiempo que duró la cita mundialista. Luego vino el desastre de la Segunda Guerra Mundial, que terminó siendo la mayor conflagración bélica de la historia de la humanidad (1939-1945).
El fútbol tuvo que postergar por doce años la celebración de una nueva Copa Mundial, que fue la tan recordada de Brasil 1950, donde se vivió el famoso Maracanazo, que se convirtió en un golpe muy fuerte a la tan devota afición brasileña. Fue tal el impacto que muchos libros se han encargado de contar cómo una selección uruguaya hizo llorar inconsolablemente a toda la sociedad brasileña. Fue un resultado deportivo adverso que conmocionó a todos los estamentos del más grande país sudamericano.
Pero nada se compara con la cita mundial organizada en 1978 en la República de Argentina, cuando este país sobrevivía a la brutal dictadura militar que gobernaba no con las leyes, sino con los rifles, a puro fuego y sangre. Los argentinos querían realizar la Copa del Mundo y habían estado buscándola desde 1938. Se la habían ofrecido para 1942, pero la guerra lo impidió y siguió esperando, tanto así que en América, después de 1950 en Brasil, Chile en 1962, México en 1970, es el Congreso de 1966, durante el Mundial de Inglaterra, que se resolvió que en 1978 sea Argentina la que organice el certamen. Nadie pudo imaginarse que en 1976 un golpe militar iniciaba una época cruel. La comunidad internacional comenzó a identificar que no era el tiempo adecuado para realizar el evento mundialista, pero la inmutable FIFA se dejó seducir de la delectación y complacencia que les brindaban los generales argentinos, que requerían urgentemente el Mundial para lavar su imagen ante el planeta.
El periodista uruguayo Eduardo Galeano, en su libro El fútbol a sol y sombra, describe perfectamente los tristes momentos de aquel Mundial 1978: “Mientras tanto los altos jefes que organizaban el Mundial, continuaban aplicando, por la guerra o por las dudas, su plan de exterminio; la solución final que así la llamaban, asesinó sin dejar rastros a muchos miles de argentinos, quién sabe cuántos, la curiosidad era como la discrepancia, como la duda, plena prueba de subversión”.
Se comenta que el almirante Carlos Lacoste organizó toda una maquinaria para demostrar al mundo que Argentina era un país de paz y que ‘sufrían’ por un orquestado estado de difamación. Por supuesto, gastaron millones de dólares para aquello.
En lo deportivo la Albiceleste cumplía los retos planteados. Le ganó a Hungría 2-1, a Francia por el mismo resultado, aunque perdió con Italia 0-1. Clasificó segundo al Grupo I y de acuerdo al formato debía jugar en la llave B, conformado por Argentina, Brasil, Polonia y Perú. El ganador del sector era automáticamente el finalista. Argentina comenzó bien; derrotó a Polonia 2-0, empató con Brasil 0-0 y debía doblegar a Perú con gran margen de cuatro goles, cuando ya conocía el resultado de Brasil, que había sometido 3-1 a Polonia.
En el partido con Perú, Argentina goleó 6-0 y levantó sospechas. Por ejemplo, en un libro del periodista Ricardo Gotta desentraña mucho de los rumores, el arreglo de partidos, y la complicidad de algunos, en entrevistas a jugadores peruanos. Concluye que hubo dinero, presiones políticas, amenazas, y miedo. Pero lo que declaró en el 2012 el exsenador peruano Genaro Ledesma Izquieta confirmó la versión de que el gobierno de Jorge Videla aceptó trece políticos deportados por el Gobierno peruano con la condición de la victoria, todo por el Plan Cóndor de colaboración de las dictaduras latinoamericanas.
La dictadura argentina quería levantar la copa como sea, menoscabando los méritos futbolísticos del equipo que dirigía César Menotti. En la final la historia refrenda una victoria futbolística con una gran demostración de Argentina, al imponerse 3-1 a Holanda.
Algunos pensamientos se me vienen a la mente de ese Mundial del que fui testigo presencial. ¿Fue la fiesta de todos, como la definió el dictador Videla? Quien contesta esta audaz pregunta es Gonzalo Fleitas, en su libro El abrazo del alma: “Echo la vista atrás y con la perspectiva que da el paso de los años, más bien creo que fue la fiesta de la mayoría, pero la derrota de todos porque perdimos como país. Ganamos un título deportivo, pero perdimos a muchos compatriotas y libertades, porque el ansiado final de la dictadura bien pudo haberse precipitado de la mano de un fracaso futbolístico”.
Hace dos años aproximadamente, en un conversatorio aquí en Guayaquil, le pregunté a Mario Alberto Kempes: “¿Ustedes, los jugadores, no sentían que los militares usurpaban sus esfuerzos para esconder las atrocidades?”. Me contestó: “¡Éramos jóvenes que solo pensábamos en fútbol y jugábamos para alegrar al pueblo. Lo que sí recuerdo es cuando antes de jugar la final, Menotti acabó su charla técnica así: 'Cuando salten a la cancha no miren el palco de autoridades, miren a las gradas porque ahí está el pueblo que sufre y sueña con la gloria'".
Entre la complicidad y el quemeimportismo, la FIFA nunca se disculpó con el pueblo argentino. Todo lo contrario, prefirió disfrutar de los placeres del poder y la indiferencia por lo sucedido. Así termina esta historia terrible de un Mundial que pretendía esconder la barbarie en ese lejano 1978. Argentina ganó por fin su primer mundial, pero con “heridas en el alma y envejecido por el olvido”. (O)