Una de mis primeras comisiones en la sección Deportes de El Comercio, en 1993, me llevó a Sullana. Jugaba Universitario con Alianza Atlético y me encargaron acompañar a un viejo zorro en estas lides, Mario Fernández Guevara, una leyenda del decano.
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Lo primero que llamó mi atención fue la precariedad del Campeones del 36, su apariencia barrial y la presencia de un algarrobo detrás de uno los arcos. Allí los jugadores se guarecían del intenso calor durante los descansos. La sombra del árbol evitaba el tormento de ocupar los minúsculos y asfixiantes vestuarios destinados para las delegaciones visitantes.
Sin embargo, de todo lo que vi esa tarde nada superó lo que sucedió minutos antes del inicio del encuentro: en la calle, un hincha armado de un martillo y un cincel se acercó a un sector del muro perímetrico y empezó a perforar un hoyo en la pared del estadio. Nadie le dijo nada. Se acomodó y en cuanto el árbitro dio el pitazo inicial, se puso a ver el partido sin mayor inconveniente.
Treinta y un años después, el estadio sullanense tiene una tribuna nueva, pero sigue siendo uno de los peores recintos para jugar al fútbol profesional. El césped parece haber sido cortado con cortaúñas. En los vestuarios, según testimonios de los jugadores que han tenido la desgracia de utilizarlos, no hay agua o llega por hilitos. Hablar de comodidades para el público o los equipos causa más risa que uno de los chistes de Jorge Luna en el Madison Square Garden. Y los partidos se siguen jugando a la 1 p.m., cuando fácilmente puede freírse un huevo en medio de la cancha.
Situaciones parecídas ocurren en otros estadios -si es que pueden llamárseles asi- donde se juega la Liga 1. Si no es un campo con pasto crecido o repleto de cráteres son los vestuarios liliputienses o sin servicios. La semana pasada la inseguridad estuvo a punto de causar una tragedia en el último Alianza Atlético-Universitario luego de que un grupo de hinchas ingresara a la fuerza por una de las puertas. Un detalle que pocos notaron es que el presidente del equipo norteño es también la cabeza de la Liga 1.
No ser propietarios de los estadios les resta margen de maniobra a los clubes. Su incapacidad de gestionar convenios que les permitan un manejo integral de los recintos los deja a merced de la desidia de los gobiernos regionales -los verdaderos dueños de la pelota- y de la propia Federación, que usa estos escenarios para torneos como la Copa Perú. En estas circunstancias, el Reglamento de Infraestructura de Estadios tiene menos valor que una declaración de Chibolin.
Jugar un torneo profesional bajo estas condiciones es poco serio y sumamente grave porque pone en peligro la integridad física de los futbolistas. Además, le quita competitividad y valor al torneo ya que los equipos no pueden mostrar su potencial por las pobres condiciones en que desarrollan su trabajo.
Como otras veces, quizás nuestras queridas autoridades estén esperando una tragedia para recién reaccionar.