Cuando a los genios de nuestro fútbol se les ocurrió la peregrina idea de rebautizar a nuestro humilde Torneo Descentralizado con el nombre de Liga 1, acaso con la inocente y sana intención de transformarlo en un certamen de primer nivel, se les olvidó que estamos en el Perú. O, mejor dicho, cómo hacemos las cosas en nuestro querido país.
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A pesar de lo que señalen don Agustín y sus adláteres, la Federación y los clubes han hecho poco o nada por cuidar el torneo, una gallinita desplumada y flacuchenta, que sigue poniendo huevos de oro, pero cada vez más pequeños, y que a duras penas alcanzan para darle un poco de brillo a nuestro desprestigiado balompié.
De cara al 2025, los cambios son necesarios y urgentes. En principio, ¿por qué el torneo debe terminar en octubre? Es vergonzoso que la tacañería haya llegado a estos extremos. Este supuesto ahorro impulsado por la dirigencia, ridículo por donde se le mire, al final perjudica al principal proveedor de dinero de los clubes -el canal propietario de los derechos de transmisión- porque se queda sin contenido importante durante sesenta días.
Otra medida imprescindible es reformar la mayoría de escenarios ubicados fuera de Lima. No solo el estado de los campos es penoso, sino que los camarines son desagradables, el agua caliente es una rareza y las comodidades para el público un privilegio. Como señala el especialista en derecho deportivo, Juan Baldovino, se requiere mayor capacidad de gestión para establecer convenios con el propietario de los estadios -el Instituto Peruano del Deporte- y encargarse de su manejo. La muñeca política es clave para conseguir estos acuerdos. Si el Campeones del 36 tuviera luz artificial, por ejemplo, se podría jugar de noche y se acabarían los partidos a la hora de almuerzo bajo un calor infernal.
Hace falta institucionalizar las gerencias que se encuentran dentro de la federación. Ello significa que cuenten no solo con personal suficiente para el desempeño de sus funciones, sino con autonomía para tomar decisiones. Licencias necesita convertirse en un santuario donde ninguna voz externa -así venga del sólido norte- debería ser escuchada.
Lo mismo requiere la Comisión Disciplinaria, sobre la cual merodea la suspicacia por fallos a destiempo que no son explicados adecuadamente. De otro lado, si bien se maneja de forma autónoma, el Órgano de Integridad que investiga denuncias sobre faltas a la ética deportiva, pareciera encontrarse en estado comatoso. Hasta el momento no da señales de vida sobre el penoso posteo de Christian Chávez, vicepresidente de Unión Comercio, quien acusó de “vendidos y borrachos” a los jugadores de su club. Y de otros casos tampoco ha dicho nada relevante.
La Conar urge también de una revolución interna que pase no solo por desplazar a sus malos elementos sino por una verdadera profesionalización del arbitraje. Pocos se han preguntado si los jueces cuentan con las condiciones ideales para capacitarse, revisar sus errores o mejorar su condición física. ¿Reciben sus pagos a tiempo? ¿Están sujetos a mecanismos de transparencia que los hagan inmunes a sospechas y tentaciones?
Finalmente, aunque no falta quien señale que es parte del ‘folclor’ o de la ‘libertad de expresión’, se requiere ser más firme en la sanción a los exabruptos de jugadores, dirigentes e hinchas. Quienes vivimos los noventas sabemos hasta dónde pueden escalar esos escandaletes, atizados por los troles y fanáticos de las redes sociales.
El mal momento de la selección ha generado que el público se refugie en sus clubes y esta temporada probablemente se vuelva a batir un récord de asistencia, una situación que no se condice con el nivel de nuestro fútbol. Agradezcamos este exceso de generosidad cuidando nuestra Liga 1.