«Cuando matemos a un árbitro van a dejar de robarnos», decían los carteles que aparecieron hace unos días pegados en las puertas de la Federación. Además de la inmediata indignación y el rechazo de general ante esta amenaza directa, la Fiscalía abrió una investigación. Se presume que los autores del intimidatorio mensaje son hinchas de Alianza Lima y que el destinatario implícito es el juez Bruno Pérez, cuyas polémicas decisiones durante el partido del equipo íntimo contra Cienciano el sábado pasado dejaron muy disgustados al comando técnico blanquiazul, así como a los jugadores, dirigentes y aficionados.
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Uno puede entender la indignación del momento de parte del Pipo Gorosito, de Franco Navarro o de Paolo Guerrero, quienes esa noche insultaron activamente al árbitro Pérez, recordándole a su madre una semana antes del segundo domingo de mayo. También se entiende la rabia de la hinchada, traducida en botellazos y hasta en el pinchazo de las llantas de uno de los autos de la terna arbitral (como indica el informe elevado por Pérez). Todo eso no se justifica, pero forma parte de los códigos torcidos del mundo del fútbol en varios países. Lo que no puede permitirse de ninguna manera es el gesto delincuencial: esa amenaza vengativa, calculada y ejecutada setentaidós horas después del partido solo puede ser obra de una mente que ya no distingue los límites de acción de un hincha.
Por otro lado, no debería sorprende que este tipo de prácticas ocurran en un país donde el principio de autoridad lleva al menos una década siendo sistemáticamente vulnerado (muchas veces, por culpa de la propia autoridad). El peruano ya no cree en nadie. Todos aquellos llamados a impartir algún tipo de justicia, enseñanza o protección han fracasado en su rol: desde los políticos hasta los policías, pasando por jueces, sacerdotes, maestros, periodistas, dirigentes, etcétera. No con el mismo grado de responsabilidad, pero han fracasado. En ese país –que además hoy se ve cercado por sicarios y extorsionadores que son cobijados por peces más gordos– las señales de anarquía no pueden resultarnos insólitas. Los afiches pegados en la Federación son eso, la expresión anárquica de quien quiere decir en voz alta: me importa un bledo la ley; o mejor dicho, la única ley que me importa es la que pueda aplicar yo, bajo mis propios códigos y criterios. Ese razonamiento, el de la persona que cree que, para garantizar la imparcialidad arbitral del futuro, es imprescindible ajusticiar a uno de sus representantes es primitivo y aterrador. Lo peor es que, por mucho que la Fiscalía identifique y sancione a los perpetradores de la amenaza, nadie podrá frenar la mentalidad deformada que traslucen esos afiches.

En otros países ha habido casos de árbitros que han perdido la vida a manos de intolerantes desquiciados. Pasó en Colombia, en 1989, cuando el cártel de Medellín asesinó al árbitro Álvaro Ortega por anularle un gol al equipo local. Dos años después, en Chile, el árbitro aficionado Héctor Garcés (apenas mayor de edad) murió tras recibir la puñalada de un hincha-criminal por convalidar un gol cuestionable. También ocurrió en Honduras, en 1998, cuando los familiares de un jugador le dispararon al juez que lo amonestó. En Albania, en el 2000, el árbitro FIFA Luan Zylfo fue asesinados a tiros en un café de Tirana justo después de un partido de la primera división de ese país. En 2002, el árbitro uruguayo Carlos Raúl de León expulsó a un jugador y horas después, en una localidad cerca de Montevideo, un energúmeno lo golpeó en la nuca con una barra de hierro, matándolo. Y en 2013, según al menos dos portales informativos, se desató la locura en el estado brasilero de Maranhão: el árbitro Otávio Jordão da Silva apuñaló a un jugador en pleno partido y, en venganza, fue linchado y decapitado por un grupo de espectadores.

Los afiches colgados en La Videna son el síntoma de una barbarie en ciernes que no tiene nada que ver con el fútbol. Los árbitros son seres fallidos, como el resto de la humanidad. Como decía Galeano, son verdugos, tiranos, podemos odiarlos, pero los necesitamos. Esperamos, por la tranquilidad de todos, que este salvajismo escrito nunca pase a la acción.
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